Odio el verano... en la playa

Hay una broma que detesta mi mejor amiga, probablemente por ser budista y por llevar toda la vida preparándose para morir consciente y en paz. “Leticia, ¿te imaginas que lo último que recordamos en el lecho de muerte es una canción del verano? ¡Toda una vida buscando la pureza para terminar yéndonos con El verano ya llegó, ya llegó, ya llegó en la cabeza!”. Se enfada porque dice que le está calando esa idea en el subconsciente y que al final le voy a acabar jodiendo la vida. Y razón no le falta, aunque a ella le encante el verano, si es que eso quiere decir algo.
¡Las playas, Juan! ¡Las playas!
Como buen andaluz de interior, y de familia olivarera y humilde, nuestras vacaciones nunca fueron al extranjero o a otras comunidades, sino a Benalmádena, Matalascañas, Roquetas de Mar… Lo más lejos que llegamos fue a Murcia, a la Manga del mar Menor, donde mi madre se encargó de repetirnos mañana y tarde con cara de asquillo que el agua estaba “meona”, pero “meona meona”. Jamás fuimos a hoteles, sino a apartamentos que a veces resultaron ser cocheras con biombos y una manguera rodeada con cortinillas, o a algún cuartel de la guardia civil con camas de hierro y mantas marrones que picaban si refrescaba y debías abuzártelas. Así que pude disfrutar de la full experience y observar en primera línea el ambiente que se genera en las playas turísticas.
Yo era un niño muy nervioso, con tics en los ojos y cientos de ideas bulléndome en la cabeza, pero tímido con los desconocidos. Cuando no leía, me enterraba en la tierra, para no asarme de calor, y observaba, camuflado, al resto. Un lagartillo de Jaén. A mi madre no le gustaba aquello. Temía que alguien me pisara la cabeza, pero luego añadía: “aunque con el cabezón que tienes…”. Y yo la miraba ojiplático con la arena por la barbilla, pensando en cómo me decía aquella cosa tan monstruosa mi propia madre. Ella se reía, tan natural. Así, después de años de veraneos familiares en playas abarrotadas, de tanto observar pude dar fe de la existencia de una nueva especie. Tras la aparición del homo fútbol fútbol, espécimen que canta Looo, lo, lo, lo, lo, loooo, lo cuando se muestra feliz, que en vez de acariciar a sus amigos les da golpes fuertes en la espalda y que exalta su patria según sean de veloces los pies de once hombres, llegaba un nuevo homínido: el homo beach beach.
Homo beach beach: Dícese de aquel humano que, lejos de alejarse de las circunstancias adversas que generan las playas en verano, que son casi todas, se adapta a ellas, las reproduce y las añora.
Tengo treinta y cinco años y sigo preguntándome cómo es posible que alguien disfrute volviendo a casa con arena hasta en el estado de Ohio, con los tobillos llenos de barro y las chanclas haciendo flus flus, y con la piel algo más tostada que el día anterior, señal de que ha sido herida y que necesita regenerarse; cómo alguien puede sentirse en paz alrededor de personas que se fotografían los pies con el mar de fondo, o sentirse cómodo en cueros rodeado de gente que huele a Bavaria, a Fanta y a algas. ¡Y yo que no estoy acostumbrado a mostrar mi cuerpecillo desnudo delante de desconocidos! Soy pudoroso, que no me maten los nudistas.
Por no hablar de la música hortera y ruidosa en los chiringuitos y en las radios. ¿Alguien ha considerado alguna vez lo bello que sería bañarse al atardecer con Grieg de fondo? Primero la Despechá, os la compro, pero luego el Adagio del concierto de piano en la menor. Y lo de tener que mear en la playa... Yo, si no me quedo quietecico, no puedo, y si no me muevo pienso que todo el mundo está adivinando que estoy haciendo pipí, y se me corta y no meo, y llego al garaje de los biombos con la vejiga llena de Fanta con mucho dolor. Por no hablar del miedo a que me pique una medusa y a que la gente en corro me exija que me mee en la pierna, ¡porque tampoco sé mear si me miran!
Y los robos, y los mojitos que se venden en mal estado, y las miradas babosas a las mujeres en topless, y los sustos que te dan los nonagenarios que aparecen de pronto cubiertos de barro negro para el reuma, y el ruido de los niños con las malditas palas y las pelotas... ¡Y el catálogo de cuerpos definidos y yo con el mío escombro! Y si se levanta viento y no se puede entrar al mar, nos castigan debajo de la sombrilla para ver la vida pasar. Entonces se acerca mi padre, ilusionado, y me salva: me pregunta si prefiero Camy o Frigo, y le echo el brazo por encima de los hombros, porque lo quiero mucho, y nos vamos a buscar un FrigoPié, lo único que puede levantarme un poco el ánimo.
Menos mal que, entre tanto exceso, a veces aparece mi padre o la señora que reparte Nocilla cantando una cancioncilla que bien debiera haber registrado en su día para poder vivir de las rentas.
¡Cómo admiro al ser humano! ¡Qué bien se adapta a circunstancias adversas!
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