Prenzlauer Berg se queja de Neukölln, en el mostrador de al lado.

El mensaje llegó justo antes de las diez: «Hola Susanne, ¿alguien en tu mesa tiene el volumen de Teams alto?». La persona que escribió esto trabaja en nuestra oficina diáfana. Me disculpé. El pitido que anuncia un nuevo mensaje en nuestro sistema de comunicación interna, Teams, es bastante fuerte.

Apareció el siguiente mensaje: «No quiero parecer tan quisquilloso, pero a la larga me está volviendo loco». Le mostré total comprensión y lo decía en serio. Él escribió: «Está bien, en realidad no me gusta parecer tan estirado». Picé el anzuelo.

«Creo que deberías volver a tu pueblo si no aguantas el bullicio de la ciudad». Lo dijo con ironía. «No, hablar alto por teléfono y charlar, etc., está perfectamente bien», respondió. Me sentí obligado a explicar: «¿No es eso lo que siempre oyes cuando te quejas del ruido en Berlín?». Mi compañero contestó: «Exacto, eso mismo les digo siempre a mis vecinos suabos del barrio de Prenzlauer Berg, que se está gentrificando, cuando se quejan del ruido de los bares y las fiestas en los pisos». Ajá, con razón se siente incómodo quejándose del ruido, porque es él quien da a quienes se quejan la imagen de burgueses.

Es imposible que sepa que considero esas quejas perfectamente aceptables, que yo misma las practico, para disgusto de mis hijos, y que no me asusta que me tachen de mezquina, cerrada de mente o incapaz de vivir en la ciudad por ello. Todo porque pido consideración. ¡Eso es un caso flagrante de culpabilizar a la víctima!

Vale, vivo en el bullicioso Neukölln, no en Prenzlauer Berg, donde la supuesta contaminación acústica ha transformado el barrio: se acabaron los clubes, las largas noches de verano en las terrazas y la tolerancia al ruido es ridículamente baja para una gran ciudad. Lo entiendo, colega. Aun así, he apagado el timbre.