Couto y Agualusa: Angola, Mozambique y otras batallas

Más allá de la distancia que separa sus países, el angoleño José Eduardo Agualusa y el mozambiqueño Mia Couto son dos de los escritores más prestigiosos de la literatura africana, ganan premios, son traducidos y forman parte de una nueva tradición. Además son amigos. Quizá sea porque los une la lengua portuguesa, y, más interesante aún debido al territorio que conforman sus escrituras, son capaces de captar la vibración interna de una cultura atravesada por la violencia del colonialismo y las luchas internas, para exponer temas que van de la memoria y el olvido al lugar de las creencias en la construcción de lo real.
Lo hacen a través de personajes que pueden ser víctimas y héroes al mismo tiempo. Como ocurre con el protagonista de El terrorista elegante, el relato reciente que escribieron entre ambos, y que narra la historia de Charles Poitier Bentinho, poeta romántico y maestro de espíritus que es detenido y acusado de terrorista. En un ida y vuelta de emails cuentan la experiencia de escritura común, y muestran sus singulares miradas sobre las letras y la región.
–“A veces necesitamos volver a visitar el lugar donde nos hirieron”, dice uno de los personajes de El terrorista elegante. ¿Podrían hablarme de esta frase? ¿Qué sentido tiene para ustedes?
Mia Couto: El lugar donde nos hirieron es casi siempre el lugar donde tuvimos que volver a nacer. Nacemos todos de ese golpe, de la ruptura con lo que ya fuimos. Nuestro parto representa ese desgarro inicial. En todas las otras veces que tuvimos que nacer –que son infinitas– hubo siempre un golpe, una herida, algo en nosotros que dejó de ser. Quien dice esta frase en uno de los relatos es un hombre que cree estar viajando a su pasado, a los momentos en que fue maltratado. El desenlace de esta historia –que no voy a revelar aquí– muestra que ese hombre no está haciendo una visita, sino que lo están visitando.
J. E. Agualusa: Todos estos cuentos nacen de un desgarro y ese deseo de regresar es siempre un camino falso: regresamos a quien nunca fuimos. Pero eso no sucede solo en estos relatos. Creo que es esa herida –que siempre es medio inventada– la que hace que la escritura se movilice. En el último libro que voy a publicar este año, todavía hay un hombre que siente que va a enfrentar su última herida y convoca a su pasado para recrear otra margen, ese otro lado, el otro lado de la propia vida.
–¿Cómo nació la escritura de El terrorista elegante?
JEA: Los tres relatos que integran el libro en la edición original en portugués nacieron primero como obras de teatro. Unos grupos portugueses nos encargaron esas obras. La primera, una comedia, la escribimos en tan solo tres días y fue un gran éxito en Portugal, Mozambique, Angola y Brasil. Entonces, nos encargaron una segunda obra y decidimos trabajar en ella con más tiempo y más cuidado. Escribimos un drama al que titulamos La caja negra, que fue un completo desastre en términos de público. Sin embargo, años más tarde, terminó dando origen a una película de animación muy muy linda llamada Nayola. Cuando nos encargaron una obra más, decidimos que sería una comedia basada en un tema de actualidad. Mientras investigábamos, descubrimos en los medios portugueses la historia de un joven angolano juzgado por terrorismo después de ingresar a la pista del aeropuerto de Lisboa para ir a embarcar en una aeronave estadounidense con una mochila en la que llevaba algunas botellas con vinagre. En el juicio quedó claro que el joven tenía problemas mentales. Sin embargo, fue condenado. Escribimos esta obra juntos, sentados uno frente al otro, a la sombra de unas palmeras altas, en una propiedad que Mia tiene cerca de Maputo. Fue un proceso muy divertido, en el que reímos mucho mientras intercambiábamos ideas y frases. Años más tarde, decidimos transformar esas obras en relatos. En general, fue un proceso de puesta en común total, de tal forma que ni siquiera nosotros podemos decir quién escribió esta o aquella frase.
MC: Agualusa ya contó la historia y no tengo nada que agregar, excepto que esa complicidad en la escritura ya había empezado mucho antes. Agualusa es, casi siempre, el primero en leer mis textos cuando están por adquirir forma. Y al revés también. Me envía su producción cuando está todavía en proceso de ser parida. Tal vez debido a eso, cuando estos textos se presentaron en los teatros, en las sesiones de debate que les siguieron, no sabíamos exactamente quién había sido el autor de ciertas partes de las historias.
–¿Qué descubrieron a través de ese proceso de escritura conjunta?
JEA: Descubrí la alegría de compartir ideas y de verlas crecer y adquirir nuevas formas. Escribir es siempre un proceso de descubrimiento que, incluso después de tantos años, nunca me deja de sorprender y encantar. Escribir en conjunto con otra persona es algo todavía más divertido. Está claro que solo resulta cuando conocemos bien a esa persona y su trabajo, cuando la admiramos y estamos dispuestos a aprender con ella. Para mí fue también eso, un aprendizaje.
MC: Quizá la escritura sea siempre “en conjunto”. La idea de la creación solitaria no siempre es verdadera. La mayor parte de las veces quienes guían la mano de los escritores son esos otros que viven dentro de ellos. Lo que sucede con Agualusa es que somos amigos y tan próximos que, cuando estamos juntos, esa amistad habilita el regreso a la infancia. Y es allí, en ese lugar que llamamos “infancia”, a donde tengo que regresar para que el mundo vuelva a encantarme.
¿En qué medida el acusado de terrorista juega con la idea de que la verdadera subversión está en la poesía?
JEA: Sí, la poesía es subversiva en la medida en que nos fuerza a ver el mundo de otra forma. La poesía es la sorpresa, el sobresalto, el espanto, y, cuando una persona se espanta, es porque algo en ella se salió de eje.
MC: La poesía no es tan solo un género literario. Es un modo de ver y contar el mundo. Soy biólogo y no puedo entender un árbol sin juntar la lógica de la ciencia y la sensibilidad de lo que solo puede descubrirse por vía de la belleza, por el descubrimiento de un parentesco íntimo entre el ser humano y el ser botánico. No hay fronteras entre pensar y sentir, y lo que la poesía hace es traducir esa dimensión de vida que necesita de otra lengua más y esa lengua no es el lenguaje funcional de lo cotidiano.
–A decir verdad, muchos de los misterios que proponen las novelas que escriben, como El maestro de los tambores, de Agualusa, o bien La terraza del frangipani y El último vuelo del flamenco, de Couto, se valen de elementos sobrenaturales para ahondar en el misterio de lo real. ¿Qué rol juegan esos elementos en sus escrituras?
JEA: Esos elementos forman parte de nuestra sensibilidad. Estamos sumergidos en ellos. No podemos ignorarlos. Integrarlos en nuestra escritura no es algo premeditado; sucede porque no podría ser de otra forma.
MC: En las lenguas mozambiqueñas –que están vivas y son unas tres decenas– no existe una palabra para decir “naturaleza”. No hay aquí algo que falta, no hay una minoría conceptual o lingüística. Hay una cosmovisión en la que no se estableció una frontera entre nosotros y nuestra llamada naturaleza. Por eso resulta extraño pensar que algo sea “sobrenatural”. Para los campesinos de Mozambique, un río, una piedra o una montaña son entidades vivas, con alma, que deben ser escuchadas. No hay nada de construcción literaria en esa animación de lo que parece inorgánico.
–Mozambique y Angola tienen coincidencias. Por un lado, son los mayores países continentales que dejó como legado el trágico colonialismo portugués; comparten un pasado de guerras contra el gobierno luso. Estos elementos que aparecen en sus obras. ¿De qué modo explora cada uno el tema de traidores y héroes, vencedores y vencidos, que puede verse en muchas de sus novelas?
JEA: Angola comparte con Mozambique una parte de su historia. Sin embargo, son países muy diferentes. Angola está orientada hacia el Atlántico y es un país muy marcado por una determinada cultura afrolatina. En cambio, Mozambique, está orientado a Oriente. Es un país muy marcado por Oriente en su conjunto, los países árabes, India, etc. Como es de esperar, esas distinciones se reflejan en nuestra obra. Por un lado, tenemos obsesiones en común, un cierto cariño por los perdedores. En mi caso, siempre me interesé por la figura del dictador. Es mi costado borgeano.
MC: Vivimos en Mozambique y Angola guerras de liberación que condujeron a nuestros países a independencias relativamente recientes (ambos tenemos más años que nuestros propios países). Y los dos vivimos terribles guerras civiles violentísimas que le siguieron a la declaración de las independencias. Al final de esas guerras, surgió la imperiosa necesidad de que los dos adversarios se sentaran y compartieran la misma casa. Ese redescubrimiento de la humanidad del otro se dio mucho a través de las historias que fundan la literatura. Después de un millón de muertes en los 16 años de guerra civil, tuvimos que saber aceptar que lo más importante no era juzgar al otro, sino entender. Y no se entiende a otro ser humano sin conocer su subjetividad, sin estar dispuesto a descubrir que ese otro siempre está dentro de nosotros.
–Aparecen en sus escrituras posiciones distintas respecto a cómo procesar este pasado. ¿Qué posición elige cada uno?
JEA: Sigo pensando que para conseguir perdonar y avanzar, tenemos primero que discutir en conjunto, llorar en conjunto; perdedores y vencedores tenemos que comprender el pasado. Creo que Mia siempre estuvo más inclinado a defender el olvido.
MC: No es precisamente el olvido lo que defiendo. Soy consciente de que ese olvido es siempre una mentira. Pero una nación está hecha de olvidos negociados. La cuestión es quién decide “olvidar”. Sucede a veces –y esto sucedió al final de la guerra civil– que ese olvido no fue impuesto por una de las partes. Fue un consenso silencioso. Todos querían olvidar; los fantasmas y los deseos de venganza eran muy tentadores. La verdad es que ese tiempo de olvido funcionó, ayudó a que nos ocupáramos todos juntos de rehacer la vida, de tejer juntos el paño que había sido rasgado. Pero no soy un defensor del “olvido”. Sobre todo, en un momento en que hay quienes quieren olvidar los crímenes de las dictaduras, los genocidios y la supresión deliberada de la historia de los denominados “otros”.
–¿Cuáles piensan que son los puntos en común en sus escrituras?
JEA: Pienso que tanto yo como Mia no nos vemos en el papel de jueces, sabemos que a un escritor no le cabe juzgar a sus personajes. Nuestro papel es el de acogerlos. Tratar de comprenderlos. Además, ambos estamos fascinados por la forma en que nuestros pueblos se relacionan con la lengua portuguesa reinventándola todos los días; también compartimos la fascinación por los pequeños prodigios de lo cotidiano.
MC: Pienso que ambos somos privilegiados por vivir situaciones de frontera. Nacimos durante el período colonial, vivimos las luchas de la liberación nacional, estamos inmersos en naciones plurilingües, en sociedades que se piensan a sí mismas mediante historias, en universos en los que la oralidad todavía es dominante por sobre la escritura, donde la realidad solo puede ser legible y creíble si es mágica, donde no hay frontera entre los vivos y los muertos.
–¿Y de qué manera observan el panorama actual de la literatura africana? ¿O prefieren hablar de “literaturas africanas”, como una vez mencionó Agualusa?
JEA: Sí, no hay una literatura africana, de la misma forma en que no hay una literatura latinoamericana. Pienso que lo más interesante es la diversidad. Incluso en un único país, en Angola, por ejemplo, hay una gran diversidad de propuestas literarias.
MC: Quizá se pueda hablar de literaturas escritas desde África y de autores africanos. Y hay entre ellos un contexto histórico que los liga y que genera influencias religiosas, culturales y lingüísticas. Pero es tan solo eso. Incluso pensando en que puede existir un territorio común, las fuerzas centrífugas son más poderosas que ese núcleo de historia compartida. El predominio de esa diversidad vale para todos los continentes, todas las naciones. Pero vale todavía más para África, que es el territorio con mayor diversidad. Sin embargo, hay algo que se puede decir de esas variadas literaturas. Es que ellas evolucionaron desde una condición histórica en la que los africanos tenían que proclamar su existencia y la literatura está condicionada por esa urgencia de afirmación. Sin embargo, poco a poco, la nueva literatura africana está menos comprometida con esa necesidad de afirmación. Ahora es cada vez más libre de ser apenas literatura sin ningún otro calificativo.
–En este sur que conformamos Latinoamérica y África, parecería haber algunas cosas en común en la literatura contemporánea. ¿Cómo ven esta cuestión?
JEA: Sin dudas. Hay mucha cercanía, a pesar de todas las singularidades. Pienso que lo que más nos aproxima es el puro placer de contar una buena historia. También una cierta urgencia. Todos nosotros escribimos movidos por la urgencia de reflexionar sobre los complejos procesos que dieron origen a nuestros países, con todos sus conflictos y contradicciones.
MC: Pienso que el surgimiento del llamado “realismo mágico”, venido de América del Sur y de América Central, fue fundamental para que los escritores africanos se descubrieran a sí mismos. Al final de los años 60, nuestros autores vivían asfixiados por los modelos de la literatura europea. Esa imaginación alucinada que vino de los escritores latinoamericanos funcionó como una luz verde para que digamos las cosas buscando lenguajes más cercanos al sueño. Ese lenguaje onírico, esa licencia para que los muertos fueran los coautores de nuestras historias, todo ese torrente de inspiración es algo que todos nosotros tenemos que agradecer. Lo que Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Guimarães Rosa nos dieron fue la confirmación de que los escritores, más que contadores de historias, son creadores de lenguajes.
El terrorista elegante, Mia Couto y J. E. Agualusa. Edhasa, 68 págs.
El maestro de los tambores, J. E. Agualusa. Edhasa, 288 págs.
La terraza del frangipani, Mia Couto. Edhasa, 168 págs.
Clarin





