Un hombre, un móvil, una cinta de correr

Prepárense a leer otra batallita del apagón. Pero si vivimos en la cultura de la individualidad absoluta, ese es el precio: un hombre, un voto, una turra del día en el que se fue la luz en casi toda España. Tranquilos, no leerán aquí otra loa a la vida de antaño, al libro, al transistor y al solecito en la cara. Bueno, al libro sí.
El mejor momento de mi lunes 28 de abril de 2025 fue bajar a la calle, de noche, a robar wifi de un lugar que sospechaba que la tendría activa y disponible: un gimnasio, mi gimnasio. El local estaba operativo, iluminado y, pese a que eran ya las 11, a través de la cristalera se veían personas haciendo ejercicio. ¿Bonita estampa de la resiliencia de la sociedad moderna o vergonzoso símbolo de decadencia? Quizá las dos. Aunque tal vez lo peor era la imagen dentro de la imagen: un tipo, en chándal, junto a la puerta del gimnasio, iluminado por la pantalla de su móvil, sonriendo al ver cómo internet y, por tanto, la vida (¡la vida!) renacía entre sus manos. ¿Lírico o patético? ¿Emocionante o penoso? ¿Hombre libre o esclavo?
Hasta que la luz natural decayó, eché las últimas horas de la tarde leyendo en la terraza (Monstruos, de Claire Dederer, lo recomiendo). Esa misma mañana me había estado autoconvenciendo de hacerme de nuevo con un libro electrónico y, esta vez sí, comprometerme a usarlo. No tiene demasiado sentido ni la acumulación de libros en mi casa ni que mi bolsa esté siempre lastrada por uno o dos volúmenes. Pero me cuesta leer en esos cacharros con pantalla triste. No me creo lo que leo ahí. Eso, especialmente en el caso de los textos de no ficción, es perturbador. No soy un romántico del papel; soy un inadaptado del píxel. Y, sin embargo, cuando el píxel me falla, la vida se me desmonta.
Hoy he vuelto a calcular cuánto me ahorraría en libros (y en fisioterapeuta) al año si me pasase por fin al libro electrónico. He metido en la ecuación, eso sí, un nuevo factor: ¿y si vuelve a ocurrir?
Después de varias horas de vivir en el siglo XVIII, es sublime ver a alguien corriendo en la cinta de un gimnasio. También es una visión inquietante: un ser humano corriendo sin moverse del sitio, en una ciudad que despierta de una extraña pesadilla de siesta. A pocas manzanas, una estación de tren, la más importante de Barcelona, vacía y expectante. Alrededor de ella, personas acarreando maletas, desorientadas unas, tensas otras, cansadas todas. Mañana todo volverá a la normalidad, dicen. Confianza en el mundo moderno es eso. Pero al día siguiente, cuando salí de casa, llevaba en la bolsa no uno ni dos, sino tres libros. Ninguno era electrónico. Por la tarde fui a correr al gimnasio.
elmundo