Una amistad del siglo XX encuentra sus límites

No es seguro que el presidente estadounidense, Donald Trump, consiga poner fin a la guerra de Ucrania sobre la base de obtener concesiones territoriales para Rusia, pero, aun en el supuesto de que lo lograra, Vladimir Putin no habría obtenido la victoria que buscaba al ordenar la invasión. Los primeros tanques rusos que traspasaron la frontera el 24 de febrero de 2022 se dirigían a Kiev para deponer al gobierno de Volodimir Zelenski, no para anexionarse Ucrania. El plan inicial ruso parecía inspirado en las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia, con las que, en 1956 y 1968, el Kremlin puso fin a los intentos reformistas de Imre Nagy y Alexander Dubcek, apartándolos del poder e instalando un gobierno afín.
Jóvenes checoslovacos con una bandera checoslovaca encima de un camión volcado mientras otros residentes de Praga rodean los tanques soviéticos el 21 de agosto de 1968.
Foto: AFP
En Ucrania, sin embargo, las cosas no están marchando como entonces, y la “operación especial” rusa diseñada para controlar políticamente Ucrania en tres días se ha convertido en una guerra de tres años, con decenas de miles de muertos en ambos bandos. La determinación de la resistencia ucraniana, inesperada incluso para la administración del expresidente Joe Biden, ha ido forzando sucesivos cambios de estrategia del lado de Rusia, dictados más por necesidades políticas internas que por la evolución militar del conflicto.
Al tener que librar una guerra que no puede llamar por su nombre, el gobierno ruso se ha visto obligado a limitar los llamamientos a filas y reclutar efectivos para el combate, primero, en la compañía de milicias privadas Wagner y, después, en Corea del Norte. Pero, además, a medida que pasan los meses y la guerra se prolonga, las dificultades del Kremlin para definir un objetivo realista que le permita declarar el fin de las hostilidades son cada vez mayores. Sin definir ese objetivo, ¿cómo justificar una guerra que ha causado tanta muerte y destrucción? ¿Cuáles han sido las ganancias para Rusia?
La imposibilidad de responder por ahora a estas preguntas es la razón por la que Putin ha impuesto dos condiciones para aceptar el alto el fuego patrocinado por Trump a poco de llegar a la Casa Blanca. La primera, que el gobierno de Zelenski sea sustituido por otro, obteniendo mediante un eventual acuerdo de paz lo que no consiguió por la fuerza; y la segunda, que Estados Unidos y las Naciones Unidas garanticen la neutralidad futura de Ucrania.
Trump reunido con Putin en la cumbre del G-20 en Hamburgo, el 7 de julio de 2017. Foto: AP / Evan Vucci.
Para los europeos, estas condiciones dejarían al descubierto que Rusia desencadenó la invasión para restablecer el principio de las esferas de influencia, propio de la Guerra Fría, en detrimento del principio de la soberanía de los Estados, consagrado tras la Segunda Guerra y dejado peligrosamente en suspenso mientras duró el enfrentamiento bipolar, hasta la Caída del Muro, en 1989. De acuerdo con este último principio, piensan los europeos, Ucrania tiene derecho a elegir sus alianzas internacionales. Según el principio de las esferas de influencia, responde Rusia, Ucrania debe ser su aliada o, a lo sumo, mantenerse dentro de una estricta neutralidad.
Esta disputa entre principios es el núcleo del conflicto en el que Europa se siente amenazada, porque, de imponerse el de las esferas de influencia, sus líderes no confían en que la Rusia de Putin no intente aplicarlo a Estados que formaron parte del Pacto de Varsovia y que hoy están integrados en el proyecto de la Unión y, en algunos casos, en la Alianza Atlántica (OTAN), desequilibrando la totalidad del continente. Por otra parte, las declaraciones de Trump en relación con Groenlandia y Panamá darían a entender que, al igual que Putin, también la nueva administración norteamericana defiende un orden internacional basado en el principio de las esferas de influencia, no en el de la soberanía de los Estados. Si a esas declaraciones se suman las del vicepresidente J. D. Vance calificando a Europa de “parásito” y “vividora”, nada tiene de extraño que las principales capitales de la Unión teman quedar varadas en una tierra de nadie estratégica y opten por el rearme.
El vicepresidente de Estados Unidos, JD Vance, el presidente Donald Trump y el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, asisten a una reunión del Grupo de Trabajo de la FIFA en la Casa Blanca en Washington, D.C., Estados Unidos, 6 de mayo de 2025. REUTERS/Kent Nishimura.
Por otra parte, las descalificaciones de Vance evidencian una interpretación de la Guerra Fría que no responde tanto a la realidad de lo que sucedió como a la necesidad de encontrar un argumento que justifique una decisión estratégica actual de Estados Unidos, como es reducir, o incluso abandonar, su participación en la OTAN. Para Vance, EE.UU. habría asumido defender a Europa frente a la Unión Soviética durante la Guerra Fría, cuando, por el contrario, lo que EE. UU. defendió fueron sus propios intereses en el teatro europeo. Es lo mismo que hizo en el resto de teatros estratégicos donde estaba en juego la influencia entre los bloques, con la única salvedad de que, en Europa, los europeos aceptaron involucrarse en el conflicto entre superpotencias, tanto recurriendo a la industria de defensa norteamericana, para abastecer a sus fuerzas armadas, como permitiendo el establecimiento y el uso de bases militares en su territorio.
Es cierto que Washington hizo suyas muchas de las amenazas que pesaban sobre Europa, y así lo han reconocido sus líderes en repetidas ocasiones. Pero no se puede olvidar que, como aliada leal, también Europa aceptó tomar partido en contenciosos que solo involucraban a EE.UU.. Por ello, si Estados Unidos considera que debe abandonar el teatro europeo porque así lo exigen sus nuevos intereses, que lo haga, pero no a costa de reescribir la historia y descalificar a sus aliados.
Guardias de honor chinos desfilan el día de una ceremonia a la que asistieron el presidente chino Xi Jinping y el presidente azerbaiyano Ilham Aliyev en el Gran Salón del Pueblo en Pekín, China, 23 de abril de 2025. IORI SAGISAWA/Pool via Reuters
Desde el resto del mundo, sin embargo, no se ha prestado atención a estas percepciones y estos temores de Europa, y se ha interpretado su implicación en la guerra de Ucrania como una prueba de que el concepto de “Occidente” sigue en vigor. Pase lo que pase, viene a sostener esta interpretación; Europa y EE.UU. siempre actuarán juntos porque su objetivo último es asegurarse una supremacía internacional que la realidad habría desmentido con la emergencia de China y de una criatura ideológica tan difusa como “Occidente”, el “sur global”. En qué medida el sur global pueda considerarse un actor único en la esfera internacional y no una construcción teórica sin referente real debería ser, cuando menos, materia de debate. Lo que resulta en cambio incontestable es que la estrategia de la nueva administración norteamericana ha hecho saltar por los aires el concepto de “Occidente”, puesto que Estados Unidos y Europa han dejado de actuar juntos, y no solo en Ucrania. Las amenazas de Trump sobre Groenlandia afectan a Dinamarca, un país miembro de la OTAN y de la Unión Europea. Por si faltara un ingrediente, desde la primera semana de abril las barreras arancelarias impuestas por EE.UU. castigan con mayor severidad los productos de sus antiguos aliados.
La paradoja a la que se enfrenta el mundo es que el fin del concepto de “Occidente” provocado por las políticas de Trump no significa necesariamente el fin del orden establecido tras la Segunda Guerra, cuya materialización más evidente es el sistema de Naciones Unidas y sus múltiples agencias especializadas.
Este orden se basaba en el principio de soberanía de los Estados, por más que fuese vulnerado en múltiples ocasiones durante la Guerra Fría y, en consecuencia, ninguna de las grandes potencias esté en condiciones de presentar hoy un historial inmaculado de respeto a una legalidad internacional maltrecha aunque todavía vigente. Pero la pregunta que suscita la inestable realidad de nuestros días, de la que la guerra de Ucrania es solo una parte, no es quién actuó respetando el orden anterior y quién no lo hizo; la pregunta es si llegados a este punto, cuando vuelven a despuntar horizontes de guerra, el mundo desea seguir contando con un orden. En este sentido, Europa no se implicó en la guerra de Ucrania por ser parte de Occidente, sino porque creía, y aún cree, que un orden tiene que existir y que ese orden no debe ser el del más fuerte.
J.M. Ridao es autor, entre otros libros, de El vacío elocuente, La democracia intrascendente y Cuadernos de Malakoff, publicados en Galaxia Gutenberg. Es diplomático español.
Clarin