Odio el verano... en Santiago

Este es el décimo verano que paso en Santiago de Compostela, donde también viví dos años completos. No puedo decir que no sea un refugiado climático, pues cada vez soporto menos el calor, pero es cierto que la razón por la que llegué aquí por primera vez hace una década no fue el cambio climático, sino la inspiración. El paisaje profundamente verde, para mí que me crié en secano, y la asfixiante humedad me dan todo lo que necesito para escribir. Me relaja que la gente se encierre en casa por el orballo, dejándome así la ciudad entera para pasear, ciudad que está construida toda de piedra y que me enamoró desde el primer día —aunque en esto segundo, Úbeda no se queda atrás.
Fijaos lo que son las cosas y lo pequeño que es el país, que hace un par de meses cenaba con Rodrigo Cuevas y nos quedamos boquiabiertos al saber que ambos cantamos bajo el mismo arco de Compostela antes de ser conocidos: el arco de Palacio, situado en un lateral de la catedral, donde los gaiteros tocan durante las horas diurnas y el resto de músicos, líricos, a la noche.
“¿Sabéis cuándo haré yo el camino? Cuando me falte mi padre. Será una forma de recordarlo y sentirlo”Este fue mi trabajo durante diez veranos. No fue fácil, sobre todo después de que tuvieran que amputarle un dedo a un guitarrista tras ser mordido por otro músico que no quiso respetar su turno. El año pasado fue la última vez que canté allí. Me despedí con lágrimas en los ojos, pero feliz de no tener que volver a temer por mis dedos. Les tengo mucho aprecio, incluso a los meñiques. La última noche cerré con la versión de Amancio Prada de Negra sombra , justo después de entonar una de mis canciones dedicada a un amor platónico que nunca volverá: Xoel.
Muchos os estaréis preguntando por el título de esta columna, si tanto me gusta Compostela. Y es cierto que os debo una explicación: de todos los lugares donde puede uno pasar el verano, Santiago es el mejor, de ahí que lo haya dejado para el final. Si bien, tampoco se salva de esta estación horrible y fatigosa que es el verano, y no lo hace por el dichoso Camino de Santiago, que tanto bien le ha hecho a la ciudad como mal, al igual que el Guggenheim a Bilbao, pero ese es otro jardín en el que no me corresponde meterme.
¿Qué era el camino antes? Una ruta de peregrinación espiritual que conllevaba un desgaste físico en un paisaje sublime y con un componente importante de sacrificio, caridad y soledad.
¿Qué es el camino ahora? Lo anterior para una minoría muy pequeña, pero, para el resto, es una gincana: un parque de atracciones, un crucero que inunda las calles de Compostela y las asfixia, gentrifica y vacía de comercios locales y de viviendas habitables.
Ya llevaba tiempo pasando, pero el cambio en estos diez años ha sido increíble. Por daros un ejemplo: en 2015 pagaba por el alquiler de un dúplex frente al monte doscientos cincuenta euros. Ahora tengo que vivir en casa de una amiga con sus hijos porque, además de que los precios están desorbitados, no encuentras nada en ningún lugar.
El casco viejo de Santiago es una carcasa que habitan gentes que van y que vienen, y me temo que muchos puedan ser los mismos turistas que irían a los San Fermines. ¿Sabéis cómo noté la insensibilización de los turistas? Por el silencio. El silencio es un bien que a veces escasea en este país. En Santiago especialmente, hay lugares sagrados y apacibles donde éste se habría de imponer. Pero éstos son mancillados por el vocerío de masas que recorren la ciudad como si estuvieran en Disneyland. ¡La de veces que pasaron frente a los músicos callejeros tantas personas que con sus voces taparon las nuestras y el sonido de los instrumentos! Que cantaron por encima, burlándose de nosotros. ¡Qué tristeza! Me cuesta mucho aceptar la insensibilidad humana.
¿Sabéis cuándo haré yo el camino? Cuando me falte mi padre. Será una forma de recordarlo y sentirlo, de tenerlo presente. Y entonces haré todo el camino, el primitivo, aunque tenga los meniscos rotos y no sepa caminar erguido. Y no se me ocurrirá pagar a una empresa para que me lleve las maletas entre etapa y etapa. Y no me tomaré cada senda como una carrera para llegar a un albergue que casi es hotel. Y si tengo que pausar el camino, dormir al raso o volver otro año, así será. De lo contrario, nunca lo haré. Y, por supuesto, no querré que me firmen ningún documento en cada etapa, que esto no es Pekín Express .
Daré cierre a esta serie de siete columnas con algo más esperanzador. Pese a tener Santiago más tiendas de souvenirs que habitantes censados y ser cada día un destino menos espiritual, pues hasta la propia Iglesia se aprovecha de ello —por algo la única salida de la catedral es a través de la tienda de souvenirs—, la ciudad sigue siendo un recodo de descanso maravilloso.
Lo es porque los compostelanos son afables y, pese al desgaste del turismo masivo, muy hospitalarios. Lo es porque tiene dos de mis bibliotecas favoritas: la antiquísima de la facultad de Historia y la contemporánea y preciosa Ánxel Casal, desde donde puedes escribir viendo la montaña. Lo es porque está abrazada por montes vecinos que adoro, como el Pedroso, que no lo transitan los peregrinos y donde me gustaría crear un hogar alguna vez. Lo es porque, pese al bullicio, no leo en ninguna otra parte de la península mejor que en el suelo del Obradoiro. Y lo es porque soy campaneiro oficial de la catedral y, si no subo a tocar al menos una temporada al año, no sabría qué hacer con mi vida.
Por cierto, la última vez que toqué las campanas fue el día del Apóstol del año pasado. Cuando me enteré de que Feijóo estaba en misa, toqué mal la campana mayor a propósito un ratillo. ¡Qué granujilla soy! ¡Feliz verano, lectores! Si es que eso significa algo.
Serie 'Odio el verano' Odio el verano... en la playa David Uclés





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