Un pornógrafo del poder y los gajes del hombre político

Él conoce el sentido supremo del poder: disfrutarlo en secreto, utilizarlo con moderación”, dice Stefan Zweig al promediar estas páginas acerca de un hombre de entretelones, paradigma de monje negro con facetas coloridas. Fue del barro a las cortes, de la seca a la Meca, traqueteando o volando, según se acomodaran los vientos. Un gato de siete vidas que en cada abismo encontró recursos: Joseph Fouché, el malquerido por antonomasia, merecía el fulgor literario de un retratista experto que, además, supo sintonizar en él algo universal.
Las semblanzas del narrador austríaco son conocidas y muchas; se ocupó de María Antonieta, Américo Vespucio, Magallanes, Calvino, Casanova; de sus colegas Tolstoi, Balzac, Stendhal, Dostoievski, Dickens; de poetas como Hölderlin, Whitman, Rilke, Verlaine; de inclasificables como Nietzsche o Cicerón… Esta vez, sin embargo, sobrevuela el texto algo novedoso en su escritura; una suerte de fascinación personal. Por ejemplo, la crueldad delicada al describir a su protagonista: “No es de agradable presencia, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos finos y líneas picudas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre cerrada; ojos fríos de pez”.
Se diría que el personaje fue hecho a medida de una novela: “Habría que esforzarse –estima el autor vienés– para imaginar que un mismo hombre, con la misma piel y el mismo pelo, era profesor de curas en 1790, saqueador de iglesias en 1792, comunista en 1793 y millonario cinco años después”.
Entre la mayoría de clásicos históricos que integran la obra de Zweig, Fouché se cuela mezclado en la minoría de los raros, los “alternativos”. Y tiene otros encantos: no lo respalda la rigidez del bronce, es un pérfido infrecuente en el centro de la escena. Un maldito sin brillo, que goza el poder, pero negándose espartanamente el regocijo de la exhibición. Es el conspirador sombrío, de escritorio, con vocación monástica. Sus armas habituales son los secretos y debilidades ajenas; asuntos turbios que afila en pasillos y rincones.
A la luz de Zweig, vemos en este Fouché a una suerte de pornógrafo del poder: alguien que lo desea por sí mismo, no embebido de causas, sentimientos, veleidades épicas, pertenencias, principios; no como instrumento o puente a algo, sino como objetivo en sí. Esto puede resonarnos bastante habitual en la política de nuestro siglo, pero no lo era tanto entre los jacobinos del grupo en el que él surge, cuya participación pretendía ser asamblearia, esencialmente colectiva.
En dirección inversa, a aquel “trabajo en equipo” revolucionario, la verticalidad arbitraria que le imprime Fouché a las fuerzas del Estado –cada vez que accede a manejarlo, en la intermitencia de su trayectoria– no responde al sector político que debería o dice estar sirviendo. Su prioridad siempre es él mismo: en su estrategia son él y el universo. No le interesa el cambio de sentido que lo rodea; lo entiende muy menor frente a sus intereses individuales. Esa sospecha de tantos –que este libro explota– ensombrece especialmente su reputación. Lo hace distinto, de menor calidad que un Robespierre o un Napoleón. Invariablemente, su gestión es funcional al bando ganador en cada vuelta y revuelta del histórico proceso francés; no en vano pasa de docente a quemador de iglesias, de jacobino a mendigo y luego a duque.
Capaz de fingir adhesión a objetivos y operadores exactamente opuestos a escondidas, ágil para el salto en garrocha público o privado, el maquiavélico francés pasaría desapercibido hoy día con esas tramoyas, pero sus contemporáneos y pares consideraban que había ido demasiado lejos en su ruindad. Robespierre, Talleyrand y el propio Napoleón dedicaron muy despectivas líneas en sus memorias al lábil ministro de policía, conspicuo y maquinador: “Traidor, inmoral y versátil (…); si yo tan solo hubiera colgado a Fouché, hoy todavía estaría en el trono”, se lamentaba el corso en Santa Elena.
Sin ser el único (Jean Tulard y Emmanuel de Waresquiel siguieron sus pasos), Zweig es el primero en ocuparse de este sinuoso animal político, e intuyendo que rompe el molde de sus libros previos, el biógrafo señala en el prólogo: “nuestro tiempo quiere y ama las biografías heroicas, porque de su propia pobreza de líderes políticamente creativos busca ejemplos superiores en el pasado”.
Finalmente, sin constituir un tratado, este libro podría definirse como una versión aplicada dos siglos más tarde de El príncipe, aunque más entretenida, vulgar por lo específica, y plebeya –el alcance de los Medici, para quienes fue escrito aquel texto, es incomparable al del fugaz Fouché– respecto de aquellas páginas maquiavélicas.
Zweig, el gran judío humanista refugiado en Brasil tras el ascenso de Hitler, el hombre que se suicidó junto a su esposa en 1942 en Petrópolis, desesperanzado ante la inminencia de una barbarie fascista global (él estaba convencido de un triunfo planetario del nazismo), completa en estas páginas algo todavía más importante que una biografía.
Ofrece, al escrutar esta alma oscura, una mirada que –gracias a la literatura, pese a los libros quemados– recobra vigencia en cada reedición y en esta en particular, con consideraciones que parecen hablar de nuestros días: “La política no es, como se quiere creer, el liderazgo de la opinión pública, sino la inclinación servil de los líderes ante la misma autoridad que ellos han creado e influenciado. Así es como surgen siempre las guerras: de un juego con palabras peligrosas, de una sobreexcitación de valores nacionales”.
Joseph Fouché, Stefan Zweig. Trad. Nicole Narbebury. Ediciones Godot, 256 págs.
Clarin