¿Existe la chance de que Europa pierda sus mejores rasgos?

Solemos pensar en Europa como una noble y antigua dama, cuya habitual mesura y estabilidad se explica por su experiencia en la victoria y la derrota. Sin embargo, desde comienzos de 2025, es decir, en vísperas de la asunción del presidente Donald Trump, la inquietud europea ha escalado y motiva impensadas prevenciones. Europa acaba de dar un giro que sobresalta a todos, al destinar cientos de miles de millones de euros de sus presupuestos a la defensa.
Quizá convenga repasar primero unos pocos capítulos menores de la segunda mitad del siglo XX para entender mejor la idiosincracia europea histórica. En mayo de 1978, llegaron varias valijas al prestigioso Hotel Meurice, casi frente al Louvre de París. Al enterarse de que pertenecían a oficiales de la dictadura argentina –el contralmirante Lambruschini–, los tres encargados de las maletas se negaron a subirlas. Fueron cesanteados. Al cabo, el presidente François Mitterrand y Bernard Stasi, diputado de centro conocido por sus posiciones humanistas, rindieron homenaje al “valiente gesto” de los empleados.
Un cuarto de siglo más tarde, en la elección presidencial del 2002, la extrema fragmentación de la izquierda permitió al dirigente fascista Jean Marie Le Pen pasar a la segunda vuelta y enfrentar al candidato de la derecha, Jacques Chirac. Pero la izquierda llamó a instalar un “cordón sanitario” para aislar a la extrema derecha y a votar por Chirac, quien se impuso con más del 82% de los votos.
Transcurrieron 22 años y Gabriel Attal, designado primer ministro por el presidente Emmanuel Macron, se presentó ante el Parlamento: “Ser francés en 2024” es poder ser “primer ministro y no ocultar mi homosexualidad”.
Estos tres hechos son indicios de una consciencia colectiva de los derechos humanos, del bien común y de la libertad que, en mayor o menor medida, con vaivenes, caracterizan también al resto de la Europa liberal y democrática, de Helsinki a Madrid, de Londres a Berlín.
Bajo el presente giro de Europa, sus dirigentes hoy debaten cómo unificar sus fuerzas armadas. En varios países –Suecia en enero, Alemania en marzo– distribuyen kits de supervivencia o exhortan a sus ciudadanos a estar abastecidos para los primeros días de una eventual agresión. Las provisiones deben durar 72 horas, explican, el tiempo que hipotéticamente demorarían los gobiernos en recuperarse del shock de un ataque. ¿Se justifican estos gestos? ¿Europa se prepara para un combate por su “existencia”?
Kit de supervivencia repartido en algunos lugares de Europa.
La cuestión nos concierne: un conflicto nuclear afectaría a todo el planeta. Conociendo las amenazas reiteradas de Moscú de utilizar su arsenal nuclear y el precio de semejante lucha, ¿por qué Europa se empeña en impedir una victoria rusa en Ucrania? ¿El triunfo ruso significaría un peligro existencial para Europa occidental?
En todo caso, según las plumas autorizadas por el Kremlin que vemos opinando en la televisión moscovita y en su prensa, ganar la guerra contra Ucrania sí es “existencial” para Rusia.
Prestemos atención. Pocos días antes de la invasión a Ucrania, escribió el ideólogo Serguéi Karaganov: “no se trata de Ucrania; la OTAN no es una amenaza inmediata”. Karaganov es fundador y presidente del Consejo de Defensa y Política Exterior, el think tank creado por decreto presidencial en 2010, y que asesora a Putin en política internacional. Era una invitación a separar un daño colateral de lo que realmente estaba en juego.
Colateral, pero existencial. Una explicación en contradicción con el discurso oficial que justificaba la invasión por el peligro militar que representaría para la existencia de Rusia la integración de Ucrania a la OTAN. Este argumento era para la tribuna, desde luego, y no se sostenía, puesto que las bases de la OTAN ya estaban pegadas a las fronteras rusas con varios países limítrofes, pero tuvo cierto éxito al distraer a una parte de la opinión pública mundial de lo esencial, encerrándola en una pregunta tan estéril como el debate sobre el huevo y la gallina: ¿quién es el responsable de la guerra, Rusia invadiendo o la OTAN pretendiendo integrar a Ucrania?
El canciller alemán, Olaf Scholz; el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez; y los primeros ministros de Países Bajos, Dick Schoof; de Polonia, Donald Tusk, y de Italia, Giorgia Meloni, además de los máximos representantes de la UE y de la OTAN y Macron, se reunieron en París en febrero de 2025
Foto: EFE/ Pool Moncloa
Ahora bien, si la OTAN no era la amenaza inmediata, tampoco lo era una acción militar contra Rusia. ¿Por qué entonces la “operación Ucrania” es “existencial” para Rusia?
Así, para Rusia como para Europa, el peligro militar y material no es la única amenaza existencial. Asoma otra, también inadmisible porque apunta a lo que caracteriza y distingue a cada uno: los valores, las reglas de convivencia, eso que desde la cuna de nuestra civilización llamamos política.
Se trata de una amenaza que los dirigentes rusos nunca perdieron de vista; hay muestras de ello en la historia. En 1861, el embajador y futuro canciller alemán Von Bismarck le preguntaba a Alejandro II por qué no permitía en la conducción del imperio una cuota de representación, aunque más no fuera de la alta nobleza; el Zar le respondió que era imposible, dado que la experiencia histórica demostraba que “el liberalismo inevitablemente mermaría su poder absoluto”. En 1999, en su Manifiesto del Milenio, en el que precisa los objetivos de Rusia para el siglo XXI, Vladimir Putin proclamó que el país seguirá como siempre ajeno a la democracia liberal, si bien él mira más allá de sus fronteras: según Karaganov, la tarea es des-occidentalizar el planeta para así dar lugar a un mundo político posliberal. Este lenguaje puede seducir a lectores apurados: le roba al anticolonialismo sus palabras, pero no sus significados.
Otto von Bismarck. (Twitter / AfDFraktion)
Europa entendió este mensaje. También lo entendieron, pero extasiados, el trumpismo y con él, la extrema derecha mundial.
Los principios y valores –llamémoslos por su nombre: la democracia liberal– que provocan la ira actual de la Casa Blanca y del Kremlin constituyen el zócalo sobre el que se asienta el régimen de bienestar y prosperidad más generoso y contenedor de la historia, polo de atracción para millones de extranjeros de todas latitudes. El liberalismo político no es, sin embargo, un remedio milagroso a todos los males sociales. La persistencia de desigualdades y del racismo son algunos ejemplos de sus límites, compartidos ampliamente por los EE.UU. y Rusia.
Sin embargo, la Europa detestada por Moscú y ahora por Washington es la que se sitúa en la estela de aquel liberalismo que se alzó contra el despotismo, la misma que en los siglos XVII y XVIII inventó el Estado, la separación de los tres poderes y la democracia moderna (a partir, digamos, de la publicación de la obra de Thomas Hobbes). Si se realizan los planes políticos de Trump y de Putin –este último afirmó solemne que el destino de Rusia en este siglo es “ser potencia líder” y agregó “hemos logrado mucho y podemos lograrlo todo”– se recordará entonces con nostalgia que el liberalismo político había sido el único sistema que incluía, so pena de dejar de ser liberal, la expresión de intereses en conflicto en una práctica política que albergaba luchas por la mejora de las condiciones de vida de las mayorías, los derechos de las mujeres, la pluralidad política, el respeto a la diversidad, el reconocimiento de la alteridad…
Vladimir Putin en el Kremlin.
Foto: EFE/EPA/KRISTINA KORMILITSYNA / SPUTNIK / KREMLIN POOL MANDATORY CREDIT
Fuera de los regímenes políticos liberales, esas luchas han sido y son o bien imposibles o inconmensurablemente más difíciles, dado que están prohibidas de facto y de jure. Eso fue lo que sucedió bajo el fascismo, el nazismo, el apartheid, el mal llamado “socialismo realmente existente”, y es lo que también ocurre hoy en regímenes antiliberales como el de Rusia o Nicaragua. En otros países, como los EE. UU. y aquí, las dirigencias de Trump y Milei impulsan a paso forzado un franco abandono de ese liberalismo político.
El vicepresidente estadounidense J.D. Vance intervino explícitamente en las recientes elecciones germanas para desear la victoria de los neonazis del partido Alternativa para Alemania, y elogió más tarde a los fascistas británicos. En San Petersburgo, Rusia, tuvo lugar el primer congreso de las extremas derechas y movimientos fascistas europeos, donde intervinieron dirigentes abiertamente antisemitas y nostálgicos del nazismo. Mientras escribo estas líneas leo que, con matices diferentes pero secundarios, Washington, Moscú y la extrema derecha europea se solidarizaron con Marine Le Pen, condenada a comienzos de abril en Francia por desvío de fondos públicos. Situación curiosa: quienes condenan por motivos ideológicos y son igualmente los mayores abogados de una Justicia muy severa al mismo tiempo se quejan cuando, aún sin ser tan brutal como la desean, esta Justicia los alcanza. En paralelo, ese conglomerado preconiza la fidelidad a los valores tradicionales, la prohibición del aborto y la censura de la prensa.
El blogero Curtis Yarvis (a.k.a. Mencius Moldbug), uno de los principales influencers del trumpismo, citado como referencia ideológica nada menos que por J.D. Vance y el magnate Peter Thiel, creador de PayPal, explica que hoy la tarea es terminar con el “fracasado experimento democrático de los siglos XIX y XX” y reemplazarlo por una monarquía de CEO que deben manejar el país como una startup y despreocuparse por quienes no son útiles.
El billonario Peter Thiel en la convención republicana de 2016.
Foto: AP /Carolyn Kaster, File)
La democracia liberal es hoy evaluada desde tres perspectivas. 1. Se cree que una vez lograda es eterna. 2. Se la combate y/o se decreta su muerte para reemplazarla por poderes ejecutivos tecnócratas y autoritarios, ya sea monárquicos –Curtis Yarvis, Elon Musk y los pensadores del trumpismo– , o bien dictatoriales –Rusia, China– y sin Estado, –los libertarios–. 3. Se desea profundizarla: mejorar el reparto de la riqueza, reducir la desigualdad, ganar derechos y reconocer la heterogeneidad social. Ante este simplificado abanico de opciones, resulta cada vez más apremiante tomar partido. Son cuestiones “existenciales” para la humanidad, no se resuelven rápido, pero la democracia gana si cada persona toma consciencia de su posición y actúa en consecuencia.
El trumpismo, en rigor, no esconde lo que hace ni tergiversa su objetivo político, esto es, la destrucción de la democracia en su país. En el plano internacional, aunque no se sabe lo que Trump hará mañana, su política debilita considerablemente a Europa y a Ucrania frente a Rusia. Da la impresión de necesitar las manos libres para rediseñar –por ahora, en complicidad con su aliado Putin– el nuevo reparto del mundo en imperios económico-militares y vasallos.
Para esta pregunta habrá probablemente una respuesta en breve, pero no será definitiva. Por un lado, las democracias europeas, ya fragilizadas, pueden colapsar sin guerra. Por ejemplo, si, como resultado del esfuerzo de defensa, tambalean logros como la medicina y la educación gratuita o la semana de trabajo reducida, mientras la extrema derecha logra capitalizar el previsible descontento popular. Convergen hacia este mismo fin maniobras tales como la ayuda financiera de Rusia a Marine Le Pen o su intervención en la campaña electoral por el segundo round de las presidenciales en Rumania, este mes. En ambos casos, puntas del iceberg de la “desoccidentalización” política.
Por el otro lado, la agresión militar. Putin amenaza regularmente con usar el arma nuclear, pero difícilmente vaya a bombardear mañana Londres, Berlín o París como lo exigen algunos exaltados en Moscú, lo cual no significa que no habrá guerra. En este momento hay varios problemas insolubles.
Primero, la palabra del Kremlin se desvalorizó: unos días antes de la invasión a Ucrania, en 2022, Serguéi Lavrov, el Ministro de Relaciones Exteriores ruso, denunciaba que hablar de invasión era pura “histeria occidental”. Segundo, si el destino que Rusia pretende es ser “potencia líder y lograr todo”, Ucrania no le alcanza porque la amenaza “existencial” persiste y se halla a sus puertas: Polonia, Moldavia, Rumania y los países bálticos se rigen, en mayor o menor medida, por el sistema democrático liberal y en algunos de ellos la OTAN está presente.
Dejo de lado que la expansión económico industrial decidida por Rusia hacia su este asiático, para fortalecer sus ambiciones, chocará rápidamente con China. Tercero, y hoy el principal problema: la doble percepción del conflicto como “existencial” por parte de Rusia y también de Europa dificulta una negociación satisfactoria.
La historia, sin embargo, está pavimentada de negociaciones. No es imposible que esta vez también se consiga una. Pero solo implicaría patear la definición para adelante, despejando el peligro inmediato, porque en el camino hacia la paz duradera se yergue un gran escollo: está en gestación una nueva división del mundo.
Winston Churchill, Franklin Roosevelt y Josef Stalin en el patio del Palacio de Livadia, Yalta, Crimea, el 4 de febrero de 1945. Foto: AP
Trump puede querer dejar a Europa en la zona rusa, pero hay un detalle: Londres y París poseen armas nucleares y no solo no parecen aspirar a ser para Rusia lo que fueron los países “socialistas” europeos con respecto a la Unión Soviética, sino que acaban de proponer la extensión de la protección nuclear a toda Europa, lo que ya fue aceptado por Alemania.
La división en zonas de influencia que hoy está sobre la mesa no es del mismo tipo que la que se acordó en Yalta en 1945. Un síntoma de ello es la frecuencia actual de dos palabras en los discursos en pugna: imperio y vasallaje. Quizás una vez más, las obras de ciencia ficción, con sus guerras imperiales y sujetos miserables y sometidos, estén anticipando la realidad. Quienes tienen en sus manos nuestro destino piensan en términos de Amos y Siervos. El antídoto podría ser el ancestral, la rebelión de los pueblos. Pero convive con otra tradición, que un joven noble francés de 23 años, Étienne de la Boétie, definió con exactitud en su libro de 1533, La servidumbre voluntaria.
Claudio S. Ingerflom. Director de la Licenciatura en Historia, UNSAM. Durante años fue Director de Investigaciones en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS, Francia).
Clarin