Seis latas de cerveza antes de cenar (y luego vino la cocaína): las adicciones de Stephen King
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Según recuerda el propio
Su paso por la universidad no solo estuvo marcado por las interesantes ideas que presentaba, las reivindicaciones de las que se hacía eco o el extraño aspecto que presentaba a veces para el escenario en el que se movía. Por ejemplo, algunos compañeros señalaron lo habitual que era hallar bajo su cama no pocas botellas vacías de cerveza. No extraña que durante los primeros doce años de matrimonio con Tabitha, levantara una y otra vez diferentes barreras que acababan con la afirmación de que simplemente le gustaba beber. Sin más. También estaba la excusa de que al ser escritor la sensibilidad afloraba con facilidad, una sensibilidad que debía controlar con la bebida. Excusa tras excusa. El de Maine incluso llegó a estar borracho mientras pronunciaba el panegírico en honor a su madre. Aun así, continuó erigiendo defensas para protegerse de algo que, en su interior, sabía que ya era un problema. En vez de resolverlo, terminó por empeorar.
Incluso llegó a estar borracho mientras pronunciaba el panegírico en honor a su madre
Durante los momentos más duros previos a la publicación de Carrie, cuando la frustración lo atacaba sin piedad, cuando apenas tenía tiempo para su sueño de ser escritor a tiempo completo, entre exámenes y familia, solía acercarse a su bar habitual para fumar y beber con el poco dinero que le quedaba. A Tabitha la volvía loca que quemase el dinero de esa forma, en especial porque no les sobraba. Las pocas situaciones de tensión que vivieron los King, con ambos como protagonistas, surgieron así, por las adicciones que empezaban a aflorar en el novelista.
El éxito que le dieron los primeros libros no las alejaron, sino todo lo contrario, cuando tendría que haber sido al revés: una vez se triunfa, esa frustración desaparece. Steven demostró que la teoría y la práctica no siempre se llevan bien, bebiendo en ocasiones hasta seis latas de cerveza antes de cenar y llenando, él solo, bolsas y bolsas de basura con los restos de todo lo que ingería. Y eso antes de que llegasen las drogas.
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De nuevo fue él mismo quien admitió, años después, que entre 1978 y 1986 consumió cocaína de forma compulsiva. Era su manera de abordar la escritura compulsiva, los éxitos literarios y la demanda cada vez mayor de sus obras por parte de editores, agentes y lectores. Con el alcohol podía esperar, parar incluso de vez en cuando, pero la cocaína era diferente: resultaba imposible detenerse. Aunque las drogas nunca le faltaban, con el alcohol no ocurría lo mismo. Cuando acontecía tal desastre, todo le venía bien para aliviar la adicción: desde loción para el afeitado hasta jarabe para la tos, pasando incluso por enjuague bucal. A veces con que fuera algo para frotarse las encías le venía bien. En 1985 el alcohol y las drogas eran un verdadero problema para el tío Steve. Desde fuera resultaba evidente, pero él creía que seguía funcionando con normalidad. Al pensar en dejarlo, el miedo lo atenazaba, un poderoso pavor a no saber funcionar sin lo que tomaba, como si hubiera olvidado cómo era la vida antes de la cocaína y las interminables cervezas y botellas de whisky. Por fortuna, fue Tabitha (de nuevo Tabby, una vez más) quien tomó las riendas de la situación ante un Stephen agotado, ojeroso, confuso y con un sentimiento continuo de encontrarse a punto de ser desahuciado de la vida. La familia King llevó a cabo una intervención en toda regla donde la escritora le mostró los restos de las adicciones que halló en su despacho. A continuación le dio a elegir: rehabilitación o marcharse de casa. No deseaba estar en primera fila en aquel atroz espectáculo donde su marido se suicidaba poco a poco.
Todo le venía bien para aliviar la adicción: desde loción para el afeitado hasta jarabe para la tos
El autor regateó. Hizo promesas. Se mostró encantador. Sin embargo, como buen alcohólico, sabía que nada de eso conducía a un buen lugar, por lo que, a pesar del terror que sentía al creer que sin las adicciones no podría seguir trabajando, y mucho menos con la calidad que sus lectores aseguraban que tenía, eligió su matrimonio y la maravillosa promesa de ver crecer a sus tres hijos. Sin prisa, pero sin pausa, volvió a encontrar el camino, tanto en lo personal como en lo profesional. Recuperó el ritmo y se reintegró en su familia. El café y el té se convirtieron en las nuevas bebidas. Sus adicciones regresaron, las originales, aquellas que sepultaron la cerveza y la cocaína: Tabby, Naomi, Joe y Owen. Y la escritura, por supuesto. Las únicas que valían la pena. Las que le salvaron la vida.
Se abría un horizonte lleno de posibilidades.
¿Qué sería de un escritor de terror sin el miedo? Algo así como un carpintero sin madera, un pescador sin barco o un profesor sin alumnos. Si estás atento, lector, podrás comprobar que los tres ejemplos son diferentes tanto en forma como en fondo; del carpintero he señalado el material con el que trabaja, del pescador una de sus herramientas y del profesor hacia quienes van dirigidas sus enseñanzas. No me he equivocado, pues el miedo lo es todo, más aún para el autor de uno de los tres géneros del fantástico; el miedo es el material, es la herramienta y es el fin último del creador de terror. En sus manos es infi nitamente maleable, pero no va solo en una dirección, sino que se mueve también de dentro afuera, tanto para el lector como para el propio constructor de pesadillas.
¿Qué busca? Que se pase miedo con lo que escribe, que no deja de ser la representación de su imaginación en la realidad física. Sin embargo, esto sería simplificar mucho el concepto del miedo para un escritor de terror, sobre todo si hablamos de Stephen King.
Muchos han señalado que el de Maine bien podría ser un perfecto psicólogo y/o psicoanalista, dado su gran conocimiento de la psique humana. De igual forma se ha asegurado que no se le daría nada mal dedicarse profesionalmente a la filosofía, si se tiene en cuenta el entendimiento que posee acerca de nuestras claves existenciales como especie; desde aquello que nos mueve hasta lo que nos aterroriza. La clave en ese caso es el miedo que el autor sabe utilizar a la perfección; si un escritor busca crear emociones en el lector (alegría, tristeza, ansiedad, asco, sorpresa), él no es diferente, enarbolando la bandera del pánico, aunque no solo para que el lector lo sienta con sus historias, sino también para que se enfrente a sus demonios personales desde una distancia tan ociosa como segura. Alguien que sufra un miedo terrible a las ratas a duras penas aguantará encontrarse con una cara a cara.
Sobre el autor y el libro
Nacido en Málaga en 1984, Tony Jiménez es escritor, fundamentalmente de terror. Ha publicado numerosos relatos —varios de ellos premiados—, editados en diversas antologías.
Entre lo más destacado de su producción se encuentran los ensayos Here’s Johnny! Las pesadillas de Stephen King 1974-1989 y ¡Todos flotan! Las pesadillas de Stephen King 1990-2019, así como las novelas Cinco tumbas sin lápida, Drácula vs. La Momia. Batalla por Chicago, Tormenta sangrienta' o El que se esconde. El resplandor del genio (Montaigne/Berenice) arroja un perfil preciso y fascinante del maestro del terror.
Pero ¿y sumergirse en la lectura del cuento El último turno? Eso ya es otra cosa. ¿Y si el lector padece de coulrofobia, el popular miedo a los payasos? Adentrarse en It (Eso) podría ser una estupenda manera de luchar contra ello desde una posición segura; en cuanto Pennywise se vuelva demasiado insoportable, solo hace falta cerrar la novela hasta recuperar algo del valor perdido.
Podría decirse que al igual que Steven ve los libros como magia única portátil, también los considera psicólogos de bolsillo (o no tan de bolsillo si son de tapa dura; disculpa la broma) capaces de tratar nuestros traumas, también los del propio autor, por supuesto. El propio King ha confesado que mientras escribía El resplandor y creaba a Jack Torrance, ni siquiera era consciente de que dibujaba a una parte de él mismo en la que temía convertirse, es decir, un escritor frustrado, demasiado aficionado a la bebida y a los ataques de ira contra su familia; sí estaba más enterado de lo que hacía al construir Cementerio de animales, donde el miedo a perder a sus hijos y volverse loco por ello, como le ocurre a Louis Creed, es uno de los grandes protagonistas; mucho se ha comentado sobre cómo la Annie Wilkes de Misery representa su adicción a las drogas y el modo en que estas lo forzaban a escribir día y noche, en una relación de amor y odio similar a la que Paul Sheldon padece con la particular enfermera; y editar y participar en la antología Por los aires, dedicada a todo lo que puede salir mal cuando uno está suspendido a diez mil metros de altura, tuvo sentido para alguien como él, que aborrece volar.
Mientras escribía 'El resplandor' ni siquiera era consciente de que dibujaba a una parte de él mismo en la que temía convertirse
¿Qué más le da miedo al tío Steve? Romper un espejo y vivir siete años de mala suerte, por ejemplo, demostrando así que es bastante supersticioso, de ahí que tampoco le haga demasiada gracia cruzar por debajo de una escalera. Algo de eso también se halla en su pánico por el número trece (en cambio, el siete es su favorito), padeciendo la llamada triscaidecafobia, hasta el punto de que nunca deja de escribir en la página trece o en uno de sus múltiplos, deteniéndose cuando alcanza lo que él llama una página segura; realiza el mismo "ritual" al leer. Una vez se vio obligado a volar un viernes trece y, efectivamente, lector, no tuvo un buen día. Continuando con lo que le da escalofríos, el Rey no siente muchas simpatías por los bichos en general y por las arañas grandes y peludas en particular. Le asustan los atragantamientos desde que uno de sus hijos casi se asfi xia en la cama justo en el mismo instante en el que, lejos de allí, su madre, Nellie Ruth Pillsbury, moría de cáncer. No es ajeno a los estremecimientos que produce la oscuridad, los cuales considera algo primigenio, natural, que todos llevamos dentro, no comprendiendo cómo puede haber gente que carezca de ellos cuando las sombras dominan una habitación. Le aterra padecer alzhéimer y acabar sus días sin recordar quién es, quiénes son los familiares que le rodean y las historias que ha creado durante años.
Esto conecta con su pavor por el temido bloqueo de escritor. Para Stephen, escribir es necesario para seguir cuerdo; como señalaba antes, es la forma que tiene de exteriorizar sus inseguridades, miedos y terrores nocturnos. Lo hace sobre el papel, como muchos terapeutas indican a sus pacientes a la hora de aconsejarles que escriban los demonios que les acosan. En vez de pagar a un psiquiatra, los lectores constantes le pagan a él, tanto para que les psicoanalice como para que se psicoanalice él mismo en las novelas y relatos.
Mucho de eso hay en It (Eso). De todos los títulos de la extensa bibliografía de nuestro querido Steve es el que mejor y más trata el tema del miedo, llegando a considerarse desde ciertos puntos de vista como un ensayo sobre el mismo. No es para menos si se observa que el antagonista principal, la criatura denominada como Eso, se transforma en lo que más temen sus víctimas, entre otras razones porque el miedo les otorga un mejor sabor, y así puede devorarlas con mayor disfrute. La entidad que se esconde en las alcantarillas de Derry se convierte durante páginas y páginas en una infinidad de monstruos y fobias construidas alrededor del personaje ante la que se presenta. Esto sirve para conocerlos más profundamente, ahondar en esos miedos y desarrollarlos antes de comprobar quiénes son capaces de superarlos... o no, cayendo así en las garras de la bestia. Es lo que ocurre con los Perdedores, aún más cuando son adultos y deben regresar al pueblo, comprobando cómo los traumas de la infancia les golpean con tanta fuerza que apenas se ven competentes para encarar el nuevo desafío que les plantea su viejo enemigo. King utiliza así a Eso como una metáfora de los traumas que nos acompañan toda la vida, aunque crezcamos y abandonemos el lugar que tanto ayudó a que los tuviéramos. Al fi n y al cabo, a veces, al temer pronunciar el nombre de esos traumas, al horrorizarnos el darles una defi nición concreta a esos miedos, los tratamos como algo impreciso.
Como si fueran un... eso.
El Confidencial