Salzburgo pone en órbita la estrella de Lisette Oropesa
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La reina no es solo "Maria Stuarda". La reina es Lisette Oropesa. Y no gobierna únicamente con la voz, sino con una presencia escénica que trasciende la partitura, el personaje y la historia. No pisa el escenario: orbita. Gravita en el eje rotatorio del montaje galáctico de Ulrich Rasche, cuya versión del drama de Donizetti engendra un sistema planetario de poder, exilio y condena. Y allí aparece ella —Oropesa— ataviada como una princesa Leia del belcanto, suspendida en un campo de aros concéntricos, desafiando la gravedad, recortada en luces metálicas, ofreciendo la fragilidad y la determinación de una mártir iluminada por dentro.
Vibra la soprano estadounidense con una lógica que es a la vez técnica y mística. La emisión es pura, flexible, orgánica. Pero lo que deslumbra no es tanto la perfección que ya apreciamos este año en el Teatro Real, sino la humanidad con la que resucita el belcanto en la ingravidez de la dramaturgia. Canta para sobrevivir. Canta para elevarse. Y cuando se despide del mundo —"Deh! tu di un’umile preghiera"— no estamos escuchando un aria, sino asistiendo a una epifanía sonora. La voz se curva, se recoge, se ofrece como última resistencia contra la maquinaria que la oprime.
Frente al fulgor de Oropesa, Kate Lindsey encarna el reverso perfecto con el cetro de la reina Isabel. No es la estrella, sino la sombra. No la luz, sino el sistema opresor. No es solo que se le haya reservado un vestuario de tono funerario, ceñido y geométrico. Es que Lindsey canta como si estuviera hecha de obsidiana. Su concepción del personaje es contención, amargura, densidad. Su Elisabetta —más Estrella de la Muerte que reina humana— no busca la emoción ni la empatía. Impone distancia, amenaza, vacío. Y lo hace con una voz afilada como una daga ceremonial, proyectada desde la frialdad, sin necesidad de acariciar ni convencer.
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El duelo entre ambas no es un choque. Es un eclipse. Y la orquesta de los Wiener Philharmoniker no lo acompaña: lo explica. Porque la dirección de Antonello Manacorda se revela como el tercer vértice indispensable de esta conjunción. Su trabajo es minucioso, sensorial, de esmero cromático. No busca el efectismo ni la grandilocuencia. Busca la textura del canto, su respiración interna. Los chelos acunan. Las maderas dialogan. El fraseo respira. Y la música, en lugar de empujar la escena, la acaricia desde dentro, permitiendo que los cantantes se expresen como si el foso los meciera. Hay una calidez telúrica en la cuerda. Un perfume de bosque en las maderas. Y, sobre todo, un respeto litúrgico por la fragilidad de la voz en las limitaciones de un espacio tan gigantesco como el Grosses Festpielhaus.
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La apuesta de "Maria Stuarda" supone una transformación ideológica en el corazón mismo de Salzburgo. Es la primera vez en cien años se representa. Donizetti ha sido elevado a altar central. Y para ello ha sido necesario destronar —o al menos silenciar— a Mozart y Richard Strauss, los pilares inamovibles de la identidad salzburguesa. El gesto tiene algo de sacrilegio y algo de redención. Porque hasta ahora, el belcanto había sido tratado en el festival como una nota al pie, un capricho marginal. Solo "Don Pasquale" y "Lucia di Lammermoor" habían aparecido esporádicamente en cartel. Ahora, Donizetti recibe tratamiento de tragediógrafo mayor.
Y Rasche responde al proyecto con una instalación escénica tan potente como arriesgada y aséptica. Discos giratorios que evocan órbitas, ciclos de poder, sentencias repetidas. El espacio se vuelve máquina. El tiempo, coreografía. Y la ópera, un rito mecánico. El problema es que el concepto escénico -deslumbrante al levantarse el telón- se agota a sí mismo.
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Lo que empieza siendo un engranaje hipnótico -la idea del destino en los círculos galácticos que oprimen a los personajes- termina cayendo en su propia liturgia. La forma no evoluciona. El lenguaje visual se convierte en obstáculo. La metáfora, en jaula. Y la tensión dramática que debería crecer con las escenas, se disuelve en una repetición sin matices.
Los intérpretes masculinos no compensan la falta de impulso. Bekhzod Davronov, como Leicester, canta con elegancia y una línea bien cincelada, pero no proyecta el carisma trágico de un hombre dividido. Aleksei Kulagin, como Talbot, ofrece honestidad más que hondura. Y Thomas Lehman, como Cecil, cumple con eficacia sin aportar verdadero peso dramático.
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Quizá no sea casual el balance menor de las prestaciones masculinas. La ópera gira en torno a dos mujeres y a la maquinaria que las enfrenta. Los hombres están al margen. Inertes o funcionales o residuales. Oropesa canta como si la voz pudiera salvarla. Lindsey, como si ya estuviera condenada. Y entre ambas, el poder se despliega como una guerra abstracta donde el canto no acompaña el texto: lo desafía. Lo redime.
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Y entonces comprendemos que "Maria Stuarda" no es una historia de amor ni de celos. Es una meditación sobre el sacrificio. Una elegía a la imposibilidad de la mujer poderosa. Una misa negra donde el coro no canta, sino sentencia. Donde la reina no muere porque pierde, sino porque nunca pudo ganar.
Así termina todo: con una reina decapitada, con una mujer que se perdona a sí misma, y con el teatro como máquina que no representa, sino ejecuta. No queda música. No queda sangre. Solo una voz suspendida. Y el eco de un poder que ha vencido sin gloria.
El Confidencial