Lo pequeño se abre paso y triunfa en la intimidad en el Festival de Salzburgo

Se asocia normalmente el Festival de Salzburgo con sus imponentes espacios karajanianos (la Grosses Festspielhaus, la Felsenreitschule), producciones en las que no se escatima un euro, espectadores que disfrutan luciendo sus mejores galas, coches de lujo aparcados en varias filas a la salida de los espectáculos esperando a sus dueños. Todo ello es cierto, por supuesto, pero también hay cabida para otras propuestas, más humildes, sin oropeles, con un público que prefiere vestir con normalidad y llega y se marcha caminando. Y estos últimos días ha podido comprobarse cómo, en espacios pequeños y exentos de glamur, pueden vivirse emociones quizá más intensas y auténticas que las que han deparado, por ejemplo, Hotel Metamorphosis y Maria Stuarda, el pasticcio y la ópera que se representan estos días en la Haus für Mozart y la Grosses Festspielhaus, ambas comentadas en una crónica anterior.
Se hacía mención también entonces de la primera entrega de una serie titulada Kleine Nachtmusiken: músicas nocturnas, porque los conciertos empiezan a las diez de la noche; y pequeñas, porque se desarrollan en una sala del Stefan Zweig Zentrum donde no caben más de ochenta personas. La protagoniza el barítono vienés Georg Nigl, que ha cantado aquí el pasado día 18, en el arranque del festival, esa obra maestra que es La balsa de la Medusa, el genial oratorio de Hans Werner Henze. Quienes estuvieran en la Gran Gala del Mozarteum en 2022 no habrán podido olvidar a buen seguro la recreación que hizo el cantante del personaje protagonista de Jakob Lenz, la juvenil y desasosegante ópera del llorado Wolfgang Rihm, entonces presente en la sala, ya con su salud muy mermada, en silla de ruedas. Tres años antes, esta vez en versión escénica de Andrea Breth, el barítono austríaco había interpretado también este mismo papel –nadie lo ha cantado ni hecho suyo como él– ante un público conturbado en el Festival d’Aix-en-Provence.

Aquí nos ofrece, sin embargo, otra faceta muy diferente de su arte: la interpretación de Lieder en un entorno íntimo y con instrumentos de tecla coetáneos de las obras interpretadas: en el concierto que abrió la serie, Alexander Gergelyfi tocó, incluso, el clavicordio que fue propiedad en su día de Wolfgang Amadeus Mozart, sobre cuyos últimos meses de vida giró todo la dramaturgia del concierto. El compositor elegido para la segunda entrega de la serie, el sábado por la noche, fue Franz Schubert. Pero en esta ocasión no se leyeron textos de sus contemporáneos, sino que la propuesta era mucho más radical, ya que los Lieder elegidos se intercalaron con lecturas cronológicamente muy posteriores y, en apariencia, sin ninguna relación directa con los poemas de las canciones. Con tan solo dos excepciones (Jean Genet y Samuel Beckett), los textos eran de autores alemanes y austríacos del siglo XX, escritos en los años treinta y cuarenta, cuando el régimen nacionalsocialista condenó a muchos de ellos al exilio, el silencio o la muerte.
La casualidad quiso que el primero de ellos, después de que Georg Nigl cantara Seligkeit (“Dichas sin medida / florecen en las salas del cielo / para los ángeles y los santos, / como nos enseñaron nuestros padres. / ¡Cómo me gustaría estar ahí / y regocijarme eternamente!”, reza la primera estrofa), fuese el breve poema de Karl Kraus aparecido en el número de octubre de 1933 de Die Fackel, de tan solo cuatro páginas, tras la oración fúnebre que el escritor pronunció en el entierro de Adolf Loos, y que se citaba en parte en la crónica anterior, a propósito del estreno en Hallein de una nueva producción de Los últimos días de la humanidad. Man frage nicht trata de la impotencia de las palabras frente a una realidad tan sombría que impone el silencio, lo que Kraus explicaba con versos tan lacónicos como estos: “Que nadie pregunte qué he estado haciendo todo este tiempo. / Me quedaré callado; / y no voy a decir por qué. / Y hay silencio como cuando la tierra se estremeció. / Ninguna palabra que diera en el blanco; / se habla únicamente desde el sueño. / Y se sueña con un sol que sonreía. / Pasa de largo; / después daba lo mismo. / Cuando ese mundo despertó, la palabra se quedó dormida”.

Karl Kraus murió en 1936 y tres años después, consumido por el alcohol, fallecía en París Joseph Roth, otro judío aniquilado moral y físicamente por el régimen nazi. Su muerte la hizo preceder Nigl de Das Tod und das Mädchen, cuya parte pianística tomaría Schubert como tema de una serie de variaciones en su penúltimo cuarteto de cuerda. Alexander Gergelyfi, que esa noche tocaba un piano de mesa construido en Londres en 1793, cerró entonces la tapa principal, lo cual disminuyó significativamente la sonoridad del instrumento, que se volvió casi espectral. Y Nigl cantó los versos de Claudius, un breve diálogo entre una muchacha y la Muerte, con una gran libertad métrica y un hilo de voz, algo impensable en una sala de conciertos al uso. En Descanso en presencia de la destrucción, Roth cuenta cómo “están derribando una casa antigua, un hotel en el que he vivido dieciséis años, excepto cuando estaba de viaje” y reflexiona: “Ahora estoy sentado frente al espacio vacío y escucho cómo pasan las horas. Se pierde un hogar tras otro, me digo. Aquí estoy, sentado con mi bastón de caminante. Los pies me duelen, el corazón está cansado, los ojos secos. La miseria se sienta en cuclillas a mi lado, cada vez más suave y mayor, el dolor permanece, se vuelve enorme y bondadoso, el terror ruge y ya no puede asustar. Y eso es precisamente lo desolador”.
A continuación, se leyó la Carta abierta al Sr. Goebbels, de Ernst Toller, entre Die Mainacht (aunque el programa de mano indicaba otra cosa) y Ständchen, la famosa serenata incluida en Schwanengesang, en la que Nigl se decantó esta vez por un tempo extremadamente lento y por infundir al poema de Rellstab una honda melancolía desprovista de todo romanticismo. Así fueron sucediéndose sorprendentes emparejamientos: las “primeras palabras tras huir de Alemania” de Alfred Kerr, que sentenció que “Nadie se exilia por placer”, precedieron a Schäfers Klagelied, un poema de Goethe sobre el lamento de un pastor, al que puso música Schubert con tan solo 17 años. Aquí Gergelyfi abrió y cerró varias veces la tapita lateral de su piano de mesa, que modifica levemente –mucho menos que la tapa principal– la resonancia del instrumento. Un fragmento del Journal du Voleur de Jean Genet, traducido al alemán, antecedió a otro Lied en el que un barquero se dirige a los dióscuros, a partir de uno de esos poemas helenófilos de Johann Mayrhofer. Y un pasaje del diario del viaje de Samuel Beckett a Alemania en 1936 se leyó, muy adecuadamente, antes de una de esas canciones de errabundos tan características del Romanticismo alemán, Der Wanderer, que Nigl cantó en una postura impensable en un concierto al uso: sentado (como durante todo el concierto), con ambos antebrazos apoyados sobre sus muslos y levemente inclinado hacia delante. Para acentuar el drama, Gergelyfi volvió a abrir la tapa principal del piano de mesa.

Los Pensamientos sobre la duración del exilio, de Bertolt Brecht, dieron paso a un Lied desolador del penúltimo Schubert, Totengräbers Heimwehe (Nostalgia del sepulturero), donde Nigl abandonó la media voz y magnificó el tono trágico del poema: “¡Estar con vida, ay, es tan sofocante! / En la tumba, ¡tanta paz, tanto frescor! / Pero, ah, ¿quién va a meterme ahí dentro? / ¡Estoy solo! – ¡¡Tan absolutamente solo!! / Abandonado por todos, / con la muerte como único pariente, / me encuentro al borde – / con la cruz en la mano / y observo fijamente con mirada anhelante / ahí abajo – ¡la profunda tumba! / (…) Estoy hundiéndome – ¡estoy hundiéndome! / Queridos, ¡ya voy!”. La muerte acechaba con fuerza y los textos se hicieron también eco: primero, en dos cartas de Kurt Tucholsky a Walter Hasenclever y, poco antes de morir, a Stefan Zweig. Ya muy cerca del final, en otra canción dialogada entre un joven y la Muerte (Der Jüngling und der Tod), Nigl pareció prescindir por completo de las barras de compás en los dos últimos versos: “En mis brazos encontrarás un descanso suave y fresco; / tú llamas, yo me compadeceré de tu sufrimiento”.
Y el círculo se cerró haciendo confluir todas las piezas: nos encontrábamos en el segundo piso del Edmundsburg, el edificio que acoge actualmente el Stefan Zweig Zentrum. Justo al otro lado del río, también en lo alto de la Kapuzinerberg, se levanta, semiescondida entre los árboles, la que fuera la casa del escritor austríaco, que tuvo que abandonar tras la llegada de los nazis al poder. El destinatario de la carta de Tucholsky acabaría instalándose en Brasil, pero, en vez de preguntarse sobre cuánto duraría su propio exilio, “agotado después de largos años de vagar sin patria”, decidió él mismo ponerle fin abruptamente tras constatar que “el mundo de mi lengua natal ha perecido para mí y que mi patria espiritual, Europa, está destruyéndose a sí misma”. Se quitó la vida el 23 de febrero de 1942 en Petrópolis y el día antes escribió y firmó su despedida: su Declaraçao, como él la tituló. Al final, tras saludar a todos sus amigos, exclamaba: “¡Ojalá que ellos vivan para poder ver aún la aurora después de la larga noche! Yo, demasiado impaciente, voy por delante”. La lectura del texto completo, leído sobria, pero perturbadoramente, por el gran actor August Diehl, fue el final de la “pequeña música nocturna” del sábado, otra simbiosis constante de palabras y música retroalimentándose mutuamente. Al final del primer concierto, escuchados al clavicordio los pocos compases del Lacrimosa que dejó compuestos Mozart del Réquiem y un fragmento de una carta de Ignaz von Seyfried sobre su muerte, los tres artistas –Georg Nigl, Alexander Gergelyfi y August Diehl– se quedaron unos segundos de pie alrededor del clavicordio del compositor, como si lo velaran junto a su ataúd. El sábado, después de leída la despedida de Zweig, podían haber hecho lo propio en torno al piano de mesa, de forma también rectangular.
No podía haber tenido cabida en el concierto, una Schubert-Abend en la que todas las músicas eran necesariamente del compositor austríaco, pero descendiendo por el Mönchsberg bajo la lluvia, ya poco antes de la medianoche, era imposible no recordar, casi como un epílogo imaginario de la maravilla que acabábamos de vivir, la canción que Hanns Eisler, invadido por la nostalgia de su lengua y su país, compuso a partir de un poema de Bertolt Brecht durante su exilio estadounidense y que luego incluiría en su Hollywood Songbook. En el último verso de Über den Selbstmord (Sobre el suicidio), “los hombres se desprenden de una vida insoportable”. Eisler, además, lo pone fácil: en un momento dado, el cantante recuerda un retazo de melodía de “Gute Nacht” (Buenas noches), la primera canción de Winterreise de Schubert. Fue una noche poblada de errabundos.

El día siguiente, en idéntico escenario, la propuesta fue aún más radical, no tanto por el concepto, sino por su interpretación. El título, Ein Shakespeare-Abend, nos alejaba de los territorios explorados los dos días anteriores, ya que no eran las músicas, sino los textos, los que tenían una autoría única, con la sola excepción de un pasaje de los Ensayos de Montaigne, tan admirado por Stefan Zweig, y leídos de nuevo con maestría –en traducción alemana– por August Diehl. La selección empezó con el monólogo de Ricardo II sobre la música en el último acto de su drama (“¡Qué amarga es la música dulce cuando el ritmo se quiebra, sin proporción alguna!”) y fue recalando sucesivamente en Hamlet, Macbeth, Enrique VI, Medida por medida, Como gustéis y Troilo y Cresida hasta terminar, como no podía ser de otra manera en estas fechas, con Sueño de una noche de verano, aunque las canciones se valían también de textos de otras obras, como Noche de Reyes, La tempestad, Otello y Las alegres comadres de Windsor.
El concierto ya tuvo un arranque inusual, cuando, fuera de la sala, Georg Nigl empezó a tararear la primera canción, When that I was a little tiny boy. Luego se sentó, siguió cantando y apareció para acompañarlo Alexander Gergelyfi, que esta vez tocó dos pequeños clavicordios históricos, sin patas, apoyados sobre una mesa, con teclados que apenas cubrían tres octavas y media. El “Admonter” produce un hilo de sonido, tenue pero expresivo, modulado por los leves cambios de presión y las oscilaciones de los dedos de Gergelyfi. En ocasiones, Nigl no cantó, sino que susurró, lenta y gravemente, el texto, como en O mistris myne (que canta Feste en Noche de reyes). En Full fathom five, de La tempestad (“Cinco brazas de agua lo cubrieron; / hoy los huesos de tu padre son coral; perlas son ya lo que sus ojos fueron”), el barítono optó por usar una voz blanca, en falsete, agudísima y sin vibrato, dejando que resonara el “din-don” de las campanadas finales cuando “las ninfas del mar doblan a muerto cada hora”. En la canción del sauce de Desdémona, de nuevo en falsete, el canto de Nigl fue entrecortado, salpicado de sollozos, exhausto, con ocasionales acordes arpegiados del clavicordio como único acompañamiento.

En “It was a lover and his lass”, que cantan al alimón dos pajes en Como gustéis, Nigl recurrió, en cambio, a su registro más grave y canturreó con fuerza como si estuviera borracho al tiempo que daba golpes en la mesa con la mano. Y en “The Agincourt Carol”, anunciado por toques de tambor, cantó a plena voz en latín e inglés antiguo para proclamar la victoria en la histórica batalla medieval. Al final, el famoso monólogo del último acto de Macbeth (la vida “es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia”), dio paso a Greensleeves, la única música cantada con cierta ortodoxia en todo el concierto, que se cerró con la despedida final de Robin en Sueño de una noche de verano. La seriedad de Alexander Gergelyfi, el arsenal de recursos expresivos de August Diehl y la genialidad de Georg Nigl habían vuelto a conquistar al público. En las dos entregas anteriores, los aplausos fueron prolongados y generosos; el domingo por la noche parecían no querer terminar nunca.

El sábado por la tarde, en el famoso Teatro de Marionetas de Salzburgo, se vio y escuchó La historia del soldado de Stravinski, estrenada en Lausana pocas semanas antes del final de la Primera Guerra Mundial, lo que trazaba un puente simbólico con todos los textos que escucharíamos luego esa misma noche en años que auguraban ya el estallido de su desdichada secuela. No es habitual poder escuchar la obra completa, con el texto narrado de Charles-Ferdinand Ramuz y la instrumentación original. Inspirada en un cuento folclórico recogido por Aleksandr Afanásiev, la historia se hacía eco también de la leyenda fáustica, de larga raigambre europea: el soldado desertor vende su violín al Diablo a cambio de un libro que le permite predecir el futuro. Su posesión le hace rico, pero no feliz y, tras recuperarlo en una partida de cartas, lo toca para curar a una princesa de su enfermedad, aunque la nostalgia (la misma que sentía Stravinski por su Rusia natal) y el deseo de volver a su país hacen caer de nuevo al soldado en manos del Diablo. El protagonista, recordó Stravinski muchos años después, “se concibió claramente en 1918 como una víctima de la contienda mundial de entonces”.
Con un excelente, expresivo y muy musical narrador, Dominique Horwitz, sentado en el lugar que ocuparía el director, y un grupo de instrumentistas de ensueño, encabezados por la gran violinista alemana Isabelle Faust (¡qué lujo!) y con grandes nombres como el clarinetista Pascal Moraguès y el cornetista Reinhold Friedrich (el legendario trompetista de la Orquesta del Festival de Lucerna), que a veces también gritan y producen onomatopeyas, los atractivos no acababan ahí. Las marionetas y la sencilla escenografía (telas blancas dibujadas a mano o papeles pegados en cartones) habían sido diseñadas por Georg Baselitz, uno de los grandes patriarcas del arte alemán actual. Las marionetas, casi incorpóreas, poco tenían que ver con las más o menos realistas que suelen verse en este mismo escenario y consistían simplemente en aros o cilindros ensartados, con cabezas sin rostro que semejaban ser trozos de papel artísticamente espachurrados de distintos colores: rojo (el Diablo), marrón (el Soldado), azul (la Princesa), dorado (el Rey). Las danzas (vals, tango, ragtime), los corales (grande y pequeño) y las marchas, coronadas por la del triunfo final del Diablo, cobraron vida con una sobresaliente precisión rítmica y un acerado sentido teatral al tiempo que nueve titiriteros movían los hilos de las marionetas con insólita destreza. En la sala había espectadores de las edades más diversas y todos disfrutaron por igual.

No podía faltar la música de Mozart en el festival de su ciudad natal, aunque fuera, como el lunes por la tarde, una ópera adolescente en versión semiescenificada. No es Mitridate, re di Ponte un título habitual en los escenarios, aunque justamente la temporada pasada pudo verse, en una magnífica producción de Claus Guth, en el Teatro Real. Mutatis mutandis, lo visto y escuchado aquí no le ha andado a la zaga, pues ha contado con un reparto tan joven como bien elegido, en el que han brillado muy especialmente, en los mismos papeles, dos sopranos que también triunfaron en Madrid: Elsa Dreisig (Sifare) y Sara Blanch (Aspasia). La primera, que cantó el papel protagonista de Louise el mes pasado en el Festival d’Aix-en-Provence, jamás defrauda y, con la voz de mayor calidad de todas, una técnica infalible y una actuación perfecta (imanta la mirada hasta cuando no canta), es la opción perfecta para su personaje. Está claro que se entiende muy bien con Sara Blanch, valentísima desde su temible aria de entrada e igual de convincente en las agilidades y en los pasajes más líricos. El dúo final de ambas para cerrar el segundo acto, “Se viver non degg’io”, coronado al alimón con una extensa y personal cadencia, fue una de las maravillas de la tarde. Y a Blanch se le concedió el privilegio de poner fin a la primera parte con su aria “Nel grave tormento”, tan extraordinaria como, cerca de concluir el tercero, “Ah ben, ne fui presaga! ... Pallid’ ombre”, ambas aplaudidísimas: la soprano catalana está cada vez más inmersa en una gran carrera internacional y acumula méritos para ello. El tenor samoano Pene Pati fue un Mitridate lleno de arrojo y bravura, que no se amilanó ante los agudos abruptos e inhumanos que le escribe Mozart: apunta también a cantante grande. El joven contratenor francés Paul-Antoine Bénos-Djian causó asimismo una excelente impresión y su Farnace fue muy superior en todos los aspectos al de Franco Fagioli en Madrid. Con mejor dicción y más empaque escénico será, sin duda, uno de los contratenores a seguir de cerca en los próximos años. Julie Roset, con su aspecto aniñado, fue una Ismene algo tímida en su primera aria, pero mejoró mucho en la segunda, “Tu sai per chi m’accese”, reubicada antes del coro final.

Sin apenas medios –un trono dorado en lo alto del escenario, un par de pantallas, mínimos elementos de atrezo y vestuario–, la también muy joven Birgit Kajtna-Wönig mostró excelentes ideas para su propuesta semiescenificada. En las pantallas, jugó con la grafía (con letras típicamente romanas cuando cantaba Marzio, por ejemplo, donde insertó también un “SPQR” rodeado de una corona de laurel en “Se di regnar sei vago”), introdujo pequeños vídeos (gotas de sangre en “Va, va, l’error mio palesa”), sorprendió con quiebros ingeniosos (como cuando Pene Pati usurpó por unos instantes el podio del director al expresar su determinación de llegar al Campidoglio, se acompañó él mismo el recitativo inicial del tercer acto desde el fortepiano o estampó un –falso– violín contra el suelo, haciéndolo pedazos, en “Già di pietà mi spoglio”) y, sobre todo, ayudó a entender la acción para los menos familiarizados con la ópera (la mayoría), justo al contrario de lo que suelen hacer muchos de sus colegas. En el podio, el siempre enérgico, entusiasta y dominador Adam Fischer concertó con absoluto dominio y pendiente en todo momento de los cantantes, a pesar de tenerlos con frecuencia a su espalda: los hermanos Fischer llevan la música en la sangre. Con buen tino, decidió cortar tres arias y abreviar los recitativos, sin que se resintiera en absoluto esta joya de aquel pequeño gran compositor que era ya Mozart a los catorce años. Con los medios justos y un derroche de talento por parte de todos, una excepcional tarde de ópera en la Haus für Mozart.
EL PAÍS