La loca competición por hacer la estatua más grande de la Isla de Pascua (y su fatal resultado)
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—El 5 de abril de 1722, en una mañana de viento y lluvia, según se cuenta, el explorador holandés Jacob Roggeveen avista una isla a 27 grados de latitud sur. En aquella época, Roggeveen tiene 63 años y es un experto navegante, capaz de sacar provecho de sus descubrimientos y que aún no se ha cansado de cruzar la nada del Pacífico en busca de nuevas islas. Ha salido de Chile diecisiete días antes para navegar en mitad del espantoso mutismo del océano. Entonces Roggeveen no lo sabía con la misma precisión que tenemos hoy, pero cuando la avista se encuentra a 3700 millas al oeste de la costa más cercana de Chile, y a 2100 millas al este de las islas polinesias de Pitcairn. Acaba de descubrir para Occidente la isla más remota, la que en más de un sentido sigue siendo la isla de la lejanía, destinada a tantear hasta qué punto los hombres pueden perderse sin saberlo, sin darse cuenta, casi con inocencia. El 5 de abril de 1722 es el día de Pascua. Roggeveen la bautiza como Isla de Pascua.
Estamos en el puerto, bajo cubierta, en un remolcador. Fuera todo es ligero: la lluvia suave, las breves ráfagas de mistral, incluso las nubes, que transparentan de vez en cuando para depararnos lejanos jirones de intenso azul. El Pilota habla mientras trajina en el cuadro de mandos. A ratos baja a la sala de máquinas, calla, sale, vuelve a entrar... Parece obedecer un recorrido preciso que conoce de memoria. Lo miro. Cuando me las pide, le paso las herramientas.
—Apuesto a que se está preguntando por qué no dejo estas labores al equipo de mantenimiento... pregunta lícita, pero mire, hay que conocer bien la embarcación, tiene uno que haberla tocado entera, a ser posible... sólo así se puede estar tranquilo cuando ahí fuera el mar es un infierno... Y además, sólo así se consigue entender los infinitos matices de su voz, su cansancio, sus tensiones, sus llamadas de auxilio...
Fuera, el aguacero azota la cubierta con breves ráfagas de lluvia. El Pilota se detiene un momento. Tiene las manos manchadas de grasa. Coge un vaso de ron, también manchado de grasa.
—El cuento más fantástico de la Isla de Pascua también nos revela su historia de la forma más fehaciente.
Es la crónica, minuto a minuto, del principio del fin de su civilización. Nada más. Se ha narrado en mil ocasiones, pero aún más numerosas son las ocasiones en que ha sido olvidada. Por lo general, la verdad no suele gustar, pero cuando, por su naturaleza, resulta admonitoria, entonces la verdad se rehúye o se aniquila... Porque, como nos advierte Pinocho, después de propinarle al grillo parlante un buen martillazo se está mejor, ¿no?
Le relleno el vaso.
—Todo nace del misterio que representan los cientos de enormes estatuas, de cuatro a seis metros de altura, presentes en la isla. Los moáis. Son torsos masculinos con largas orejas. Rostros impasibles, enormes, mudos. Roggeveen se los encontró casi todos derrumbados, en mitad de una isla que de lejos se le antojó un desierto. En efecto, la isla estaba casi desierta, cubierta por una maleza que no podía llamarse vegetación, con unos pocos habitantes escuálidos, gente embrutecida, incapaz de construir una canoa en la que no se colara el agua del Pacífico. Aquella gente no parecía tener ni la cultura ni la tecnología necesarias para construir y levantar aquellos misteriosos moáis.
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"Si eso era así, entonces ¿quién los había concebido y esculpido en la roca? ¿Con qué tecnología los habían transportado durante kilómetros para erigirlos luego a lo largo de toda la costa? ¿Y por qué? ¿Qué significado pueden tener esas gigantescas esculturas elevadas sobre pedestales de piedra que, sin excepción, miran al interior, de espaldas al mar? Como usted se imaginará, ese gran misterio desató a lo largo de los siglos las fantasías más banales. Fueron los egipcios, aseguraban algunos; no, rebatían otros más realistas, por decirlo de algún modo, fueron los incas, porque estaban más cerca... Y como no podía ser menos, la indefectible solución a todo enigma arqueológico, que nos advierte que los grandes escultores fueron unos alienígenas, extraterrestres de avanzada tecnología cuya astronave también se quedó varada en la isla antes de ser rescatados desde el espacio... Y así, para matar el aburrimiento, esculpieron los moáis".
El Pilota calla de pronto, concentrado en resolver algo en el cuadro de mandos. Luego sostiene el destornillador en la mano y retoma el relato.
—Naturalmente, la historia es otra, y no menos inquietante, por cierto. La relata en un libro Jared Diamond, que habla más idiomas que nadie que yo haya conocido. Me la contó él mismo en un bar de Los Ángeles, en su portugués especiado de gran viajero.
Sobre el autor y el libro
El italiano Ernesto Franco (1956-2024) fue editor, escritor y traductor. Fue director general de la editorial Einaudi desde 2011 hasta su muerte. Estudió literatura hispanoamericana en su Génova natal, y siempre mantuvo un vínculo especial con la lengua española. Tradujo al italiano a Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges, Julio Cortazar, Álvaro Mutis, Octavio Paz y Ernesto Sabato.
En Historias fantásticas de islas verdaderas (Gatopardo ediciones) Ernesto Franco propone un fascinante islario donde confluyen la novela de aventuras, el tratado antropológico, la historia natural y la crónica bélica. Y lo hace a través de los relatos hipnóticos que va desgranando el Pilota, un lobo de mar aficionado al ron y al tabaco que posee la sabiduría de aquel que ha surcado todos los océanos y desembarcado en todos los puertos.
"Según una tradición oral que ha llegado hasta nosotros, allá por el 900 d.C., formidables marineros polinesios procedentes de Mangareva, quizá de Pitcairn o de Henderson, al sur de las islas Marquesas, arriban a la isla en el séquito de Hotu Matu’a, el Gran Padre, que ha navegado en una canoa con su esposa, seis hijos y toda la familia. No se han equivocado de ruta, no se trata de una tormenta que ha dispersado las canoas de Hotu Matu’a por la inmensidad del Pacífico. No, es una migración en toda regla. Los insuperables navegantes polinesios sabían leer en el mar gran cantidad de señales que nosotros con nuestros aparatos no podemos ni imaginar. La isla, que vista desde el cielo es un triángulo con tres volcanes en los vértices, y que ahora parece un stealth —el bombardero ultramoderno invisible al radar— varado en la superficie del mar, es rica en vegetación. Cuando llegan Hotu Matu’a y los suyos está poblada de pájaros marinos y terrestres. Por su parte los polinesios desembarcan con las gallinas que llevaban como provisiones para la travesía. Quizá incluso con ratas polizontes, que rápidamente bajan a tierra desde las canoas y se multiplican.
"En la isla, entre la espesa vegetación, hay un gigante cuya existencia precede, y en cierto sentido da origen a los demás colosos de piedra. Es un tipo de palmera, la mayor del mundo, que alcanza los veinte metros de altura y que en la isla llegó a tener un tronco de más de dos metros de diámetro. Tal vez, después de tanto navegar, los polinesios creyeron que habían llegado a un jardín que no era de este mundo. Porque, después de tanto navegar, ¿se imagina usted la embriaguez que debió transmitirles el rumor del viento a la generosa sombra de aquellas palmeras gigantes? La isla debió de parecerles una meta alcanzada... El caso es que Hotu Matu’a y los suyos desembarcan, prosperan y viven cada día a la sombra de las palmeras gigantes que los protegen incluso de los vientos huracanados del océano y de las lluvias, incesantes en esa latitud.
"Jared sospecha que en los 71 kilómetros cuadrados de la isla, en el momento de mayor esplendor, pudieron llegar a convivir más de quince mil personas. Éstas se dividieron enseguida en once o doce clanes, cada uno con un territorio propio, más ancho por la costa, quizá debido a la navegación y la pesca, y estrecho por el interior. Como una tarta, dividida en doce buenas porciones. Los clanes estaban gobernados por once o doce castas sacerdotales y por once o doce élites.
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"En un momento dado empiezan a construir esas grandes estatuas que representan a sus antepasados. Las colocan sobre grandes peanas, detrás de las cuales creman a los muertos. Con el paso del tiempo, los jefes y sacerdotes rivalizan entre ellos y quizá incluso discuten abiertamente. Todos quieren tener la estatua más alta, el moái más imponente. Inventan entonces el pukao, una especie de cilindro rojo colocado en épocas posteriores sobre la cabeza de las estatuas para que parezcan aún más altas. Y así hasta el infinito, si es que el mundo puede soportar el infinito. Una de las últimas estatuas que se erigen es Paro, de diez metros de alto y 75 toneladas. Hay otra, sin terminar, de veintiún metros y 270 toneladas. Jamás podrían haberla levantado... La insensata competición por el prestigio de jefes y sacerdotes necesita madera para los mecanismos, porque ya cuentan con herramientas, sogas y hombres fornidos.
Hubo que deforestar para extender la agricultura, para fabricar artefactos cada vez más grandes y potentes.
Hasta que un día, alguien, en la isla, seguramente sin ser consciente de lo que hacía, derribó el último árbol, la última enorme palmera.
"El terreno se vuelve árido, los pájaros se extinguen, no queda madera para fabricar canoas de alta mar con las que se pueda pescar y, quizá, pensar en huir. El viento y las lluvias arrecian violentos y destructores sobre todas las cosas. Sólo queda la sombra exigua de las enormes estatuas mudas. No basta. Cuanto más empeora todo, más seguros están de que es necesario construir moáis aún más altos para obtener la ayuda de los dioses y el favor de los antepasados. Hacia mediados del 1600 los recursos se agotan definitivamente. Los isleños, que están demasiado lejos del resto del mundo como para poder mudarse a otro sitio y que de todas formas no tienen los medios para hacerlo, sucumben al canibalismo. Parece que uno de los insultos más graves era: "Se me ha quedado entre los dientes un trozo de carne de tu madre". Los isleños, que pese a todo quizá querían, aunque no podían, seguir construyendo moáis, se dedican a derribar los que están erguidos. Fin de la historia... Sí, claro, después está la consabida llegada de la civilización, con sus deportaciones, sus epidemias, la esclavitud, lo de siempre... A finales del XIX en la isla sólo quedan 111 individuos. Individuos, no personas.
El Pilota descansa por fin de su trajín, me mira y me comunica con una mueca que el cacharro ya funciona como es debido.
—Los grandes moáis miraban al interior de la isla. Algunos estaban dotados también de ojos, ojos de coral blanco, con pupilas de escoria roja. Los sacerdotes custodiaban esos ojos, que colocaban en los rostros de los moáis en algunos ritos y ceremonias. Sacerdotes ciegos que custodian los ojos de ídolos ciegos que dan la espalda al mar y al mundo. Una inútil rebelión final de los guerreros. Todo implosiona y cae: ídolos, sacerdotes y guerreros. La historia de la Isla de Pascua perdida en el océano ¿no le recuerda un poco a la de un pequeño planeta perdido en el espacio, también éste poblado por ídolos y sacerdotes y, sobre todo, por habitantes cuya tecnología es insuficiente para huir a otro lugar?
El Confidencial