José Cueli: ¡Gooooyaaa!

José Cueli
T
enía tal fuerza la palabra goya
, que en los años 50, el porrista universitario Palillo gritaba: ¡Goya!
y los estudiantes de las facultades (antes de Ciudad Universitaria) ya sabían que era ir al cine Goya y entrar gratis. Hoy día, es el grito en estadios, ceremonias académicas y en la interioridad de los universitarios: ¡Goooooyaaaaa!
En la tienda de abarrotes de la esquina de mi casa infantil, el tendero, boina, bigotes y seseo en el hablado, tenía atrás de la caja registradora una reproducción de un Goya, coloreado de grasa y mugre. El cuadro se sostenía por sí solo y lo cierto es que, sin necesidad de ninguna ayuda erudita, la obra goyesca conquistaba el primer puesto en mi atención infantil.
Iban hacia él los ojos con irreprimible ansiedad y un intenso terror inexplicable. Un voluntario deseo de no mirar, teniendo que mirar, no obstante, a pesar de todo. A mi criterio, el cuadro de Goya aparecía como una tragedia de incomprensible crueldad, una ventana abierta al espectáculo doloroso de la vida. La revelación de ese misterio del mundo que más tarde y poco a poco fui matizando: la irredimible fatalidad del mal.
Por una ventana del costado de la tienda penetraban los reflejos del sol, cubierta por una cortina corrida para mitigar los rayos del mismo. Pero, que conseguía que la luz se purificase con esos velos oportunos y el ambiente abarrotero quedara preparado para el vuelo incipiente de mi imaginación infantil. La cortina bañada de luz solar atraía mis ojos con fuerza imperiosa.
El cuadro de Goya me mostraba el revés de la vida y el sol: la muerte y las sombras. Una nueva ampliación de la vida-muerte, pero del lado de la tristeza y la culpa, el terror y la maldad.
La desesperada catadura de aquellos hombres que iban a recibir a bocajarro el plomo de los fusiles. Aquel hombre que como loco abría los brazos en cruz para que lo fusilaran mejor los verdugos. La fila de asesinos que apuntaban con infernal ferocidad a la luz del lúgubre farol.
El horror y el temor que los feroces asesinos me inspiraban lo trasladaba esta semana a los pobres compatriotas impotentes, apaleados sádicamente por la policía estadunidense. El tiempo no había pasado, volví a sentir el mismo horror y temor infantiles. La vida-muerte como terror y maldad, la irredimible fatalidad del mal.
Años después, aprendí que los dibujos taurinos de Goya, La tauromaquia, su obra en general, pertenecían al mismo aragonés que de manera genial me hizo sentir la crueldad, la maldad y la necesidad de omnipotencia del hombre, de aplastar y hacer sufrir al semejante. A mayor sufrimiento, más omnipotencia.
Estados Unidos, como símbolo, nos aprieta, nos fusila a la luz del farol, lo mismo a palos, que estrangulando nuestra economía, que excluyéndonos en cuadro televisivo. Goya, 200 años antes, pintó el sadismo con la magia de sus pinceles, luz y color en sombras.
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