Bach pone música al ‘Fausto’ de Goethe

Johann Sebastian Bach murió el 28 de julio de 1750 en Leipzig; Johann Wolfgang von Goethe nació el 28 de agosto de 1749 en Fráncfort. Durante once meses estos dos gigantes fueron, por tanto, estrictos contemporáneos. En 1775, el escritor se instaló en la ciudad de Weimar, donde también había trabajado el compositor entre 1708 y 1714 para el abuelo del duque que luego atraería a Goethe a su corte. Este año se conmemora, pues, el 250º aniversario de aquel hecho crucial, que Weimar está festejando en 2025 con la declaración de Fausto como tema del año y la ciudad convertida en un “taller de Fausto”. Antes, el escritor había estudiado Derecho en la cercana Leipzig, que también se enorgullece de haberlo acogido entre los suyos y lo recuerda en pleno centro con una estatua erigida delante del edificio de la Antigua Bolsa. Muy cerca de ella, Goethe frecuentaba con sus amigos la famosa taberna de Auerbach, que celebra este año nada menos que su quinto centenario. En recuerdo de sus años de estudiante, el escritor situó aquí, que ya entonces lucía pinturas del siglo XVII en las que el legendario doctor Fausto aparecía volando montado en un barril de vino, una de las escenas de su obra, de carácter casi goliardesco y plagada de humor burdo y procaz, canciones incluidas.
De la confluencia de todos estos datos surgió la idea de representar este año la primera parte de Fausto en la propia taberna. Y en el marco del Festival Bach, ¿de qué otro compositor podía ser la música? Prima facie, nadie asociaría la tragedia de Goethe con la música del autor de la Misa en Si menor y, sin embargo, la mente siempre en ebullición de Michael Maul, el director artístico del festival, ha conseguido que la segunda “comente y acompañe” (los verbos son suyos) perfectamente a la primera. El trabajo no ha debido de ser fácil, ya que, en primer lugar, había que seleccionar qué partes del texto conservar y de cuáles, aunque con dolor, prescindir: la primera representación de tan solo seis escenas (sin los dos Prólogos y la Noche de Walpurgis, por ejemplo), en Braunschweig en 1829, duró tres horas y media. Y algo parecido se ha hecho ahora, dejando reducido el elenco de personajes a los tres principales: Fausto (Burghart Klauβner), Mefistófeles (Frank Arnold) y Margarita (Lea Ruckpaul). Por razones obvias, los cortes han sido mucho más moderados en la escena de la taberna de Auerbach, en la que tres de los cantantes (Viola Blache, Daniel Johannsen y Felix Schwandtke) encarnan a los amigos de Fausto (confiando a la soprano el papel de Siebel: un breve Hosenrolle, como hizo Gounod en su ópera Faust). Pero todo lo esencial de la primera parte, con sus aspectos filosóficos y teológicos, el pacto con Mefistófeles, la seducción, el filicidio y la posterior condena de Margarita, se encuentran, por supuesto, presentes.

¿Y cómo encaja aquí la música de Bach? Hay casos en los que la conexión viene casi dada por el texto. Al final de la primera escena, por ejemplo, suenan las campanas del Domingo de Pascua, que disuaden a Fausto de ingerir el veneno con que estaba a punto de poner fin a su vida. Y justo en ese momento suena el primer coro de la Cantata BWV 4, Christ lag in Todesbanden (que ha de interpretarse el Domingo de Pascua), cuya sinfonía ya había sonado poco antes, en medio del monólogo de Fausto, casi como una premonición. Antes aún, al comienzo mismo del espectáculo, los músicos habían tocado la sinfonía inicial de la Cantata BWV 152, de los años de Bach en Weimar, cuya primera aria comienza significativamente con el texto “Avanza por el camino de la fe”. Y a modo de prólogo del famoso monólogo de Fausto escuchamos la primera estrofa del coral conclusivo de la Cantata BWV 178, del ciclo de cantatas corales de Leipzig, uno de cuyos versos reza: “la razón lucha contra la fe”. Muchas de las conexiones son, claro, muy sutiles, pero son tales y crean un marco novedoso para el desarrollo de la tragedia.
La música a veces prepara la llegada del texto, otras lo glosa y, en algunos casos, se superpone a él. Maul renuncia, con muy buen criterio, al enfoque diegético y valerse de música de Bach para adaptarla a los textos que Goethe quería que se cantaran. Desecha, por ello, la canción de la rata y la canción de la pulga en la escena de la taberna de Auerbach, pero las sustituye por tres canciones de una colección muy popular de canciones estróficas publicada en Leipzig en 1736 (coetánea de Bach, por tanto) por Johann Sigismund Scholze, que firmaba con el seudónimo de Sperontes, titulada Singende Muse an der Pleiße, el nombre del río que afluye aquí sus aguas en el Elster. Y la famosa Musette del libro para Anna Magdalena Bach, en un pequeño arreglo para instrumentos de cuerda, que suena mientras hablan los personajes, ratifica el carácter popular y desenfadado de esta escena. En el caso de la canción que canta Margarita junto a la rueca tras la seducción de Fausto en la caseta del jardín, un auténtico flujo de conciencia avant la lettre, como tan bien intuyó el adolescente Schubert, Lea Ruckpaul recita el poema mientras suena el Preludio en Do menor del primer libro del Clave bien temperado, otra corriente incesantemente cromática de semicorcheas que remeda, como el acompañamiento pianístico de Schubert para su Lied, no solo el girar de la rueca, sino también la mente agitada, confusa y deseosa de Gretchen.

Cuando Fausto está con el perrillo de aguas que luego resultará ser Mefistófeles, el aria para bajo de la Cantata BWV 40 anticipa su presencia con la mención de una “serpiente infernal”. No faltan referencias al demonio, claro, en las cantatas de Bach, del mismo modo que son frecuentes las alusiones al pecado, dos elementos omnipresentes en los textos luteranos a los que puso música el compositor. Al congratularse Mefistófeles del pacto que acaba de cerrar con Fausto y felicitarlo por el nuevo curso que toma su vida, la música elegida (el aria para contralto de la Cantata BWV 54) suena casi como una admonición que no augura nada bueno: “Resiste al pecado, si no su veneno se apoderará de ti. No dejes que Satán te deslumbre”. Igual de elocuente es el uso de la sinfonía de la Cantata BWV 21 (“Tenía una gran aflicción en mi corazón”, se canta en el coro fugado posterior) y del dúo para contralto y tenor (“Oh, hijo de la humanidad, deja rápidamente de amar el pecado y el mundo, no sea que el dolor [del infierno], donde habrá aullidos y rechinar de dientes, te aflijan eternamente”) a la manera de prólogo y epílogo, respectivamente, del fatídico encuentro de Gretchen y Fausto en la calle.
Es deslumbrante –nunca mejor dicho– el momento en que Gretchen se prueba las joyas (aquí, un sencillo collar) que ha dejado Mefistófeles en su cuarto. Gounod pondría también música a este momento en su ópera (y Bianca Castafiore haría suya a su vez el aria de la protagonista en Las aventuras de Tintín), pero es mucho más adecuada la que ha elegido Michael Maul cuando la adolescente Gretchen se contempla en el espejo y exclama: “Soy gloriosa, soy hermosa, para inflamar a mi salvador”, un aria que canta el Alma en la Cantata BWV 49 y que tiene, además, originalmente como guiño adicional una parte obbligato para oboe d’amore. En otra cantata en que también dialogan el Alma y Jesús, la BWV 140, Maul se toma la licencia de sustituir “Jesu” por “Heinrich” (el nombre de Fausto en la tragedia de Goethe) y “Seele” (alma) por “Gretchen” en la escena en el jardín, un sacrilegio a buen seguro para los más puristas, pero que en la taberna de Auerbach se percibió como una magnífica licencia teatral (antes, en el trío de la Cantata BWV 38 que se interpreta en la escena del estudio, se había cambiado la primera persona del original por la segunda a fin de poder dirigirse directamente a Fausto: “tu tribulación”, “tu salvación”, “te rescatará”).

La plegaria a la Mater Dolorosa de Gretchen se acompaña con una estrofa de las canciones del Libro de Schemelli (cambiando “pecador” por “pecadora”), mientras que un coral del Orgelbüchlein y de la Cantata BWV 18 ilustra el encuentro de Margarita, ya perdida, con el Espíritu Maligno: “Por la caída de Adán se han corrompido por completo la naturaleza y el ser humano, hemos heredado el mismo veneno”. La misma idea se refuerza con otra estrofa de este himno tomando prestada la música del coro final de la Cantata BWV 109: “El hombre es impío y está maldito, su salvación aún está lejos”. Y falta, en fin, la secuencia de aciertos de las dos últimas escenas: en pleno diálogo entre Fausto y Mefistófeles, el tenor canta el aria “Ach mein Sinn”, de la Pasión según san Juan (“Ay, alma mía, ¿dónde irás finalmente, donde yo encuentre alivio? (…) En el mundo no hay salida, y en el corazón viven los pesares de mis malas acciones, porque el criado ha negado a su Señor”); y un recitativo para bajo de la Cantata BWV 24: “La hipocresía es un retoño que crio Belial”, en referencia a Satán/Mefistófeles. Ya en la cárcel donde está encerrada Margarita, la soprano canta un aria de la Cantata BWV 114: “¿Dónde habrá un refugio para mi espíritu en este valle de lágrimas?”. Y la alusión a su juicio viene de la mano del coro inicial de la Cantata BWV 105, uno de los más extraordinarios que compuso Bach, casi a la manera de un preludio y fuga. Sobre la introducción instrumental de la primera parte del coro (“Señor, no entres en juicios con tu siervo”) se alza la exclamación final de Mefistófeles (“¡Se ha hecho justicia!”, no “¡Se ha condenado!”, como se lee en alguna traducción) y luego los cuatro cantantes atacan la fuga (“Porque ante ti ninguna persona viva será justa”) antes de que el coral conclusivo de la Cantata BWV 90 despida a una Margarita que sabemos salvada gracias a una voz llegada del cielo. La poesía de Goethe y la música de Bach se complementan y se enriquecen mutuamente: de principio a fin.
Tras comer o cenar (había funciones a mediodía y a media tarde), el público se sentaba en las sillas colocadas en la nave central del restaurante, con un pequeño escenario al fondo. Instrumentistas y cantantes se situaban bien detrás del público o sobre la pequeña tarima. Los actores parecían instruidos para practicar el efecto de distanciamiento brechtiano, sin apenas actuar y leyendo incluso sus versos para que primara la palabra sobre la acción. Lea Ruckpaul, con su aspecto adolescente, parece nacida para encarnar a Gretchen y su cristalina dicción alemana es pura música. Frank Arnold fue más mefistofélico que Burghart Klauβner –muy pendiente de sus papeles– fáustico, pero las estrecheces del espacio no permitían grandes alardes escénicos. El Collegium Lipsiensis tocó con suficiencia, por debajo del nivel mostrado por los cuatro cantantes, con elogio obligado para la sutil soprano Viola Blache y el entusiasta tenor Daniel Johannsen, también excelentes actores en la escena de la taberna. La contralto Susanne Langner y el bajo Felix Schwandtke rayaron a un nivel algo inferior. En conjunto, como plasmación práctica, hubo aspectos muy mejorables, que sin duda se pulirían con un mayor rodaje, pero en cuanto concepto musicoteatral, la arriesgada propuesta es imbatible. Y, desgraciadamente, supo a poco: una hora más de duración hubiera sido más que bienvenida por muchos de los presentes el martes en la histórica taberna lipsiense.

El fin de semana también hubo literatura en Paulinum, la iglesia de la universidad, si bien de un cariz diferente. En un principio estaba anunciada la presencia de dos Premios Nobel (Herta Müller y J. M. Coetzee) para hablar de Bach (Über Bach es el nombre de la serie), pero finalmente no han podido viajar a Leipzig. Sí lo ha hecho, como estaba previsto, el británico Ian McEwan, que demostró saber mucho del compositor y que eligió su episodio sin duda más novelesco –su supuesto viaje a pie desde Arnstadt para escuchar a Dieterich Buxtehude en Lübeck– para hablar de la profunda transformación que operó en el joven Bach lo que calificó de un auténtico Winterreise. Él mismo eligió los ejemplos de las músicas que tocó al piano el joven pianista checo Jan Čmejla, ganador del Concurso Bach de este año aquí en Leipzig. Esta sesión fue mucho más amena y disfrutable que la del filósofo israelí Omri Boehm, profesor en la New School for Social Research de Nueva York, que arrimó el ascua a su sardina y habló más de Ludwig Wittgenstein, Walter Benjamin o Theodor Adorno que de Bach, nombrado al final casi de refilón.

Cuatro horas después de su cuarta función de Fausto, el martes por la tarde, Viola Blache volvía a cantar en la Nikolaikirche, y de nuevo en otro experimento en línea con el lema de esta edición del festival: Transformación. Elina Albach presentaba una Misa en Si menor transformada, rebautizada como Missa Miniatura. Con tan solo seis cantantes y ocho instrumentistas, escuchamos una versión doblemente reducida de la única obra de Bach que puso música a las cinco secciones del Ordinario de la misa católica, ya que se suprimieron varias de sus secciones y se aminoró drásticamente la plantilla concebida originalmente por el compositor alemán. Fue una misa, curiosamente, sin oboes, sin trompetas, sin violas y con tan solo un violín y un violonchelo. A cambio, se incorporaron un cornetto (su virtuosa intérprete, Anna Schall, también tocó la flauta dulce) y una guitarra eléctrica, que jamás sobresalió ni desentonó con respecto a sus compañeros gracias a una mínima amplificación y al saber hacer de Bertram Burkert.
Nada más comenzar el Kyrie inicial (una de las mayores construcciones contrapuntísticas de Bach), resultó inevitable recordar a Joshua Rifkin, el musicólogo estadounidense que echó por tierra el mito de la presencia inexcusable de un coro para interpretar las obras vocales de Bach y que predicó con el ejemplo publicando en 1982 la primera versión no coral de la Misa en Si menor. La propuesta sólo funciona, por supuesto, si se cuenta con cantantes e instrumentistas de primera categoría y con una lúcida mente rectora. Elina Albach acumula experiencia bachiana y ella fue uno de los tres intérpretes de la inolvidable Johannespassion à trois que sonó aquí hace tres años al aire libre en la Marktplatz. Todas las decisiones instrumentales que ha tomado son acertadas y muchas veces sorprendentes, rompiendo cualesquiera posibles expectativas: sustituir el violín por la viola da gamba en “Laudamus te”, el traverso por el violín como instrumento obbligato en “Domine Deus”, el oboe d’amore por el cornetto en “Qui sedes”, el corno da caccia por el traverso y el violín en “Quoniam tu solus sanctus”, o el empleo del violín y la guitarra eléctrica al unísono para el “Agnus Dei” final.

Todo tiene sentido y todo suena inconfundiblemente a Bach, a un Bach más diáfano, más puro. El “Crucifixus” sonó especialmente acre y anguloso, la transición del “Confiteor” al “Et expecto resurrectionem mortuorum” fue agógicamente extraordinaria, como también lo fue el planteamiento dinámico creciente del “Dona nobis pacem” final. Es difícil destacar a nadie en una interpretación muy compacta, pero las dos sopranos (Marie Luise Werneburg, que ya había cantado como solista en los dos conciertos de John Eliot Gardiner, y Viola Blache) y el contratenor Alex Potter (mejor a solo, como en el “Agnus Dei”, que en los pasajes grupales) despuntaron entre los cantantes. Anna Schall tocó con soltura pasajes que parecen inabordables con un cornetto, Liam Byrne y Daniel Rosin fueron un baluarte siempre flexible en el continuo, y la propia Albach, alternando entre clave y órgano, hizo olvidar todas las omisiones en un derroche de fe y entusiasmo. Thomas Halle leyó varios textos desesperanzados del suizo Jürg Halter, que expresaban en primera persona dudas y descreimiento ante los horrores del mundo. Su sardónica despedida, en vez del tradicional “Podéis ir en paz”, fue “Quiero veros a todos reír en paz”. Ojalá que esta Missa Miniatura crezca algún día y, desde idénticos presupuestos, permita escuchar completa, con sus 23 secciones, la Misa en Si menor.

Poco antes, esa misma tarde, el grupo francés Nevermind había tocado en la sala de cámara de la Gewandhaus su personal recreación de las llamadas Variaciones Goldberg, otra gran obra de Bach pasada aquí por un tamiz transformador. Durante casi dos horas, Anna Besson (traverso), Louis Creac’h (violín), Robin Pharo (viola da gamba) y Jean Rondeau (clave y órgano) convirtieron la cuarta parte de la Clavier-Übung de Bach en un derroche de complicidades entre ellos y, sobre todo, en una composición profundamente melancólica, como también lo es, a su manera, El arte de la fuga. Todas las decisiones tomadas al alimón para operar esta metamorfosis radical (un autorregalo por su décimo aniversario) fueron musicalmente congruentes. Se permiten pequeñas libertades casi constantes, como cambios de octava o, por supuesto, voces añadidas, pero el reparto o el intercambio de las notas que escribió Bach es un derroche de ingenio. Todo suena tan natural que, escuchado por quien no conozca el original, jamás sospecharía que no se trata en origen de una obra concebida para esta combinación instrumental. Los tacet van repartiéndose entre los cuatro instrumentos, partícipes de una aproximación esencialmente democrática en la que ninguno quiere destacar. Y en la repetición del aria, con la melodía confiada a la flauta como al principio, el violín la dobla en las repeticiones y toda ella va creciendo en densidad e intensidad como despedida final.
Sin omitir una sola repetición, navegaron por el aria y sus variaciones (“transformaciones” en el título original) con un dominio total de sus instrumentos. Besson controla el sonido y la afinación como pocos; Creac’h es lo más parecido al violinista barroco ideal; Pharo es el sustento intelectual del grupo y el que introduce más guiños a la música de cámara de Buxtehude; y Rondeau, que conoce la obra como nadie, completa armónicamente desde clave u órgano el tapiz tejido por sus compañeros. Escuchar, además, propuestas como las aquí comentadas en un mismo día o en días contiguos refuerza su valor y el efecto que producen, porque se retroalimentan entre sí. Un festival no puede ser una repetición concentrada en el tiempo de lo mismo que se escucha durante el año y dictado a golpe de agencia, sino que debe crear contenidos nuevos, correr riesgos, generar sorpresa y emoción, invitar a la reflexión. El Bachfest lo hace cada día, transformándose a su vez sin cesar: para dar ejemplo.
EL PAÍS